Mamadú dice que atravesó desiertos sin agua, que la gran cicatriz en el centro de su espalda se la hicieron con un machete, gran cuchillo, explica, que perdió a dos hijos y que su mujer murió víctima de una enfermedad. Llegó al monte Gurugú creyendo que ya casi estaba al lado del paraiso, puso todo, poco, el dinero que le quedaba y lo metieron en un bote con otros cincuenta más, entre ellos, niños recién nacidos y mujeres embarazadas. Cerca de la costa almeriense el bote patera zozobró, la mar estaba picada, algunos, no sabe cuantos, acabaron ahogados. Cuenta que no sabe nadar y que nadó. Hace aspavientos reforzando su teoría natatoria, aunque aquellos cinco minutos le parecieron cinco horas. Desfallecido, fué rescatado por un guardacosta vestido de naranja. Estuvo siete días en un hospital, claramente desidratado, con infección de riñón. Cualquier noche, en cuanto se sintió mejor, huyó del centro y se metió en la boca oscura de una ciudad que no presentaba ningún signo amable. Hoy vende cedés en el paseo de la playa y en la explanada. Cedés piratas, bolsos falsos o lo que pueda. Gana apenas diez euros limpios diarios, vive con otros cinco compañeros en un piso de dos habitaciones, y su vida es una contínua huida. Iré a Francia, comenta. Le digo algo que no entiende: allí atan los perros con longanizas. Sí, contesta, perros, longanizas. Y mira al horizonte urbano, vigilante siempre, por si algún guardia municipal aparece con un gran machete.