Entre papeles me traspapelo. Dentro del cajón un tintero, dos barras de pan integral, una libreta de notas y un cuchillo de plástico que me dieron en macdonalds un día que fui a atracarlo y salí con ese chicken roll entre pecho y espalda.

Aparecen revistas Triunfo y dos Codornices mientras un mono de Chumi Chumez escucha una voz de ultratumba desde dentro de la fosa que dice: por fin un hogar y un empleo estable. No piensen que el lío forma parte del desorden, no. Mi desorden está perfectamente ordenado, siempre he sabido que los doscientos cincuenta gramos de mortadela con aceitunas están junto a La odisea de Homero. Pido perdón a Ulises por hacer caso omiso a su Itaca y juntar pasajes con Pompeya del mexicano Pacheco:

"La tempestad de fuego nos sorprendió en el acto de la fornicación. No fuimos muertos por el río de lava. Nos ahogaron los gases. La ceniza se convirtió en sudario. Nuestros cuerpos continuaron unidos en la piedra: petrificado espasmo interminable."

Ya no soy, las ambulancias suenan yendo y viniendo de los accidentes en la autovía hacia el infierno, norte, sur, circular pendulante, averno, éter primoroso de querubines y vírgenes desconsoladas junto al río de la vida. Otro formulario, rellénelo amigo desairado, otra nota de la compra: aceite de oliva virgen, café, nesquik, galletas con fibra para cagar leyendo a Proust. Traspapelados, empapelados, un mando a distancia, dos pilas alcalinas. También un dedo ennegrecido, ah, sí, es cierto, no lo recordaba, el índice absolutamente arrugado que corté al último asesinado. Curiosamente su uña brilla.