No me toques los huevos, es la policía, dice con un subfusil en la mano cargando el botín en el coche que espera. El compinche, armado de escopeta, mira a la tarde noche que se levanta al final de la calle, centro neurálgico donde los pajaritos cantan y las nubes se levantan. Abre fuego sin límite, una ráfaga se vá a la acera de enfrente y roza a dos polis que amagan lo aprendido. Tres minutos de reloj más, todo está cruzado, el séptimo de caballería ha llegado, la brigada antipalos, las fuerzas seguribles. Hay una balacera de demonios encendidos que se estrella contra mármoles, escaparates, contra el ojo del atraca joyerías primero, chaleco antibalas y subfusil. Cae muerto al instante. Ni un quejido siquiera. El auto se dá el piro y otro atracante más, entre disparos, huye calle abajo hasta un infinito que no conoce. Esa mujer peatón, dicen los del Samur, está herida colateralmente, una bala se le ha incrustado en su vida y cae grave. Otros dos más, poli incluído, se duelen, esquirlas, roces, tiros cruentos que abren agujeros en la tarde de Alicante, con el poniente subrayando el atardecer rojo. No me toques los huevos, pensó el atracador cadáver.

(foto real del tiroteo)