Se me ocurrió en el gélido noviembre del 93 presentarme a un concurso de relatos en Perpignan. Por supuesto escrito en francés. Para ese menester conté con la colaboración fundamental de Mutis, un compañero profesor de la escuela de idiomas, dispuesto a traducir. Lo único que hube de explicar es que intentara atenerse a la literalidad del texto, a sus desgranados adjetivos y verbos alocados. El relato en sí no era nada del otro mundo. Ocupaba folio y medio y narraba las aventuras de un inventor de tebeo que se las idea para fabricar salchichas con los cuerpos de su familia, abuela, grand- mere, incluída. Sin saberlo, yo mismo inauguraba una serie de escritos sobre máquinas y maquinistas que con el tiempo acabarían siendo varios. Locos aventureros, incluído Churchill, capaces de manipular lo imposible. Ya digo que el relato no era nada en sí mismo. Procuré construirlo después del primer borrador y añadí dos o tres frases de esas que gustan a los jurados literarios: las nubes se agazapaban tras el gris plomizo, o en el exacto instante de suplicar, una lágrima conmovió al asesino, que, impertèrrito, consumó el crimen. Cosas así. El caso es que traducido adquiría musicalidad, tétrica si quieren, no en vano el inventor acaba comercializando salchichas fabricadas a base de mujer, hijos, suegra, abuelas y el mismísimo cartero, un pesado que aparecía todos los días de la semana a la misma hora. Lo presentamos y de pura chiripa gané el primer premio: Grand Prix literarié amateur Perpignan. Mediante correo recibí los honorarios, unas diez mil pelas de la época, más un diploma que guardo en algún cajón. Aquél fué el primer y único triunfo en mi triste carrera de escritrasto. Comento esta circunstancia porque ando entrando a mayores con iguales propósitos, no tanto de peculio, que también, como de prestigio en caso victorioso. De hecho ando perfeccionando El salchichero, aligerándolo a base de grasas y figuras inventadas. A lo mejor gusta, vaya usted a saber.