Visitando el zoo siento la misma inquietud que en las librerías y bibliotecas. Los gorilas detrás de aquellos macizos cristales comiendo tranquilos, acostumbrados a que los miren. A que los vean, que es peor. Esta mañana, ante las obras completas de Kafka, en la librería, rozando los lomos con la punta de los dedos y pasando ligeramente el papel de seda con perfume a tinta, abrièndolo casualmente por La desicha, pensaba, apoyando las narices en los cristales duros que atrapaban a los gorilas.... los cuidadores le dan frutas partidas a un macho gigante, tiene los dientes amarillos, posiblemente fortísimos, podría destrozar a sus captores de un manotazo o un bocado contra la estantería hojeando la obra impresa de Proust. ¿Sabían que Proust era un pervertido, que se divertía en los lupanares con menores o con mujeres de las que gustaba esclavizar a la vieja manera de Sade?. Topo con un libro maravilloso de láminas ilustradas por Da vinci antes de visitar la jaula con una pantera negra que mira silente a una mosca atrevida. Esa mirada ya no es felina, está transformada por los alimentos, puede que por la medicación. Le han puesto un riachuelo ridículo contra unas rocas en el recinto. Una catarata de agua con cloro, trozos de carne de pollo, carcasas con contramuslos en otra esquina. Me siento fuera, en la cafetería de la biblioteca. Antes de entrar a solicitar un Fígaro prestado, pido un descafeinado caliente y largo. Veo que una mujer de mi edad está concentrada con su libreta en una mesa. Desde aquí, en la barra, aprecio su olor, quizás como ese viejo gorila apreciaba el mío desde dentro de su urna. Comprendo que por eso me ignoraba: mi olor no le interesaba nada, huelo a tirano humano. Ella, sin embargo, huele bien. Creo que también me ha olfateado, carraspea, cierra la libreta, se levanta y se larga. Suele pasar.