El catálogo de asuntos intrascendentes que puebla mi vida es grandioso. Artefactos rotos, poemas de revés, imanes eléctricos que no tienen potencia, incluso libros huecos, vacíos, puro atrezzo que sirve en ocasiones para ocultar drogas o pistolas automáticas. Porque cada cual se acostumbra a lo que tiene, usa o abusa. Cuando niño recuerdo convertir las nubes de algodón en figuras surrealistas. Mira, ¿a que parece una cara?, decían mis padres, orgullosos al intentar forzar mi imaginación. A mí me parecía la nube un hueso de pollo, un hueso de ala pelada, pollo inservible y comestible. De todo lo importante, ya digo, me interesa la brevedad de la imagen, una mosca detenida en la nariz del locutor, un conferenciante moviendo el culo gordo porque con seguridad le pica la almorrana externa que cuida y empomada, la carrera leve, esa chica azafata, asustada porque seguro que es su segundo día de trabajo y algún asistente le ha tirado los tejos con descaro. Ya ven, un catálogo de situaciones absurdas que, sin marcar el paso de los días, son sin duda la referencia obsesiva de vida. Por atraerme, en este concepto de inutilidades, me atrae hasta el reciente ojo arrancado por asta a un torero en la plaza, o el ojo marsellés tiroteado a un atracador en una joyería céntrica. Ojos inmensos que conducen, uno a la gloria de los toreros, otro al cementerio de los atracadores.