En un pueblo de Arkansas llueven mirlos muertos. Se vé que el cielo de los mirlos tiene un antes y un después. Un antes de bandada y ecología, un después de zoopatías exclusivas. Las carreteras, las aceras, incluso los peinados enlacados de las señoras americanas que salen de la peluquería, se llenan de cadáveres de mirlos. Dicen que es un misterio misterioso. Los misterios misteriosos nunca me han gustado, normalmente obedecen a la mano del hombre, así, en singular, que queda bonito y científico. Los fuegos artificiales problabemente tienen mucho que ver con esos misterios insondables de la naturaleza manipulada. Han reventado una buena bandada a pepinazos secos y calientes, ondas expansivas y ruido psicofónico. Ser mirlo en un pueblo de Arkansas tiene esos riesgos. Serlo en mi ciudad, por ejemplo, es acostumbrarse a mascletás, petardos y carretillas voladoras, esas que te queman los huevos si no estás atento a sus silbidos. Por aquí los mirlos pían ajenos a la pirotecnia, pero sujetos a muchos congéneres blancos que se lo llevan en negro. Porque el mundo la ornitología valenciana está llena de pájaros, pajaritos y pajarracos. Y no se van a Arkansas, los cabrones.