En Cilleros, Cáceres, la noche del 17 de Octubre de 1936 mi abuelo materno fue secuestrado de su domicilio por un grupo de falangistas y pistoleros facciosos. Le esperaba un inevitable paseo hasta la muerte por su condición socialista y republicana. Atrás quedaba la escala de funcionario municipal leal al gobierno frentepopulista, su mujer embarazada y sus cuatro hijos mayores. Quince años después, su “viuda sin enviudar”, mi abuela, consiguió que el juzgado de Hoyos reconociera la condición de desaparecido. Según consta en auto de 1951, solo es eso, un desaparecido. Ni motivos, ni causas, ni juicios, ni osarios: desaparecido. En los años restantes nadie supo de su paradero. Durante todo ese tiempo, pesó la condición de “rojos” sobre su familia. El estigma causó estragos de pánico, (cabezas rapadas y ricino en sus hijos), represión, (negación de cualquier petición de honorabilidad social o laboral en su mujer), y comentarios despectivos de los afectos fascistas hasta bien avanzado el desarrollismo.

Setenta años después y gracias a organizaciones que giran en torno a la recuperación de la memoria histórica, consigo desde Alicante contactar con Julián Cháves, catedrático de historia de la Universidad cacereña, mentor de la organización, y escritor celebrado. En su libro “La represión en la provincia de Cáceres durante la guerra civil” aparece mi abuelo contra el paredón del cementerio de Moraleja, fusilado y vejado junto a varios compañeros de la provincia. Un hermano menor tuvo mejor “suerte” y fue procesado en consejo de guerra el 23 de Diciembre acusado de delito de “conspiración militar”, siendo condenado a 12 años de prisión en el Puerto de Santa María. Al fin existe un punto de partida, un paredón, una ciudad, un hilo desde donde llegar a la madeja…

Setenta años después, la ley que establece medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura levanta tanto desconsuelo en nuestros corazones como prudente alegría. Por un lado establece la activación de la reparación y reconocimiento general e insta a que se favorezcan todos los protocolos necesarios, con la colaboración de las administraciones públicas, para la localización e identificación de las víctimas. Posibilita, asimismo, la elaboración y puesta a disposición de mapas de localización de restos y su posterior exhumación e identificación. Sin embargo nos priva de una oportunidad histórica impidiendo toda referencia a la identidad de cuantas personas intervinieron en los hechos que dieron lugar a las sentencias. La ley no anula todas las condenas judiciales franquistas, aunque revisa y otorga ayuda con indemnizaciones a la privación de libertad. No es mucho lo conseguido teniendo en cuenta que el putrefacto régimen franquista fusiló arbitraria y masivamente a personas contrarias a los principios emanados del golpe de estado. Las cifras de desaparecidos impresionan. La paz del horror fascista hizo pasar por 140 campos de concentración a 400.000 republicanos. En 1944, un portavoz del ministerio de justicia cuenta 190.000 personas detenidas desde el 39 y asegura que habitan en fosas comunes, fusilados o muertos en las cárceles. La miseria, la exclusión, la persecución, pasadas por el tamiz del miedo, las prisiones, la indiferencia y el olvido, duró hasta dos generaciones después de finalizada la guerra. Como bien dice Emilio Silva, nieto de la primera víctima republicana de la Guerra Civil identificada mediante la prueba de ADN en el 2003: “Sus nietos, los de los muertos, los desaparecidos, los represaliados, somos un accidente sociológico que no habían previsto los que diseñaron el olvido. Y estamos dispuestos, pese a las omisiones de la Ley, a dignificar su memoria y que ocupen el lugar en la historia que merecen”.