En la fábrica el operario se disfraza todas las mañanas. Un mono azul y un chaleco amarillo fluorescente que encandila el aire de la cadena de montaje. En la tienda que compró utensilios para la cocina, otro hombre con traje muestra su disfraz de chaqueta y corbata. Mi amigo el conductor de autobús recoge su máscara a las cinco en punto de la mañana frente al espejo del lavabo en casa. Repeinado, en perfecto estado de revista, serán diez horas de disfraz, ocho de trabajo y dos ida o vuelta. Y el guardia capullo que se disfraza de satán urbano aguanta el tirón de su turno. Existen toda clase de máscaras, caretas de porcelana, venecianas, culos y tetas brasileiras, pistolas kosovares. El carnaval diario disfraza a mi vecina la del quinto de puta de carretera. Minifalda, top, bragas negras. Vende su transformada apariencia durante unas horas determinadas, enseña lo que quieran a cambio de miseria, misereria miserable... Un cura viste de marca, clérigo moderno, su corazón entero es falsedad, miente a los demás desde un púlpito y sueña con caretas personales. Es carnaval, saturno, dionisio y el corte inglés. Publicidad como motor del consumo y culto al desmadre controlado. Dibujos animados, avatares, gatitas enfundadas, egipcios, frailes franciscanos. La apariencia esconde a la apariencia. Desde la cueva divisamos las sombras proyectadas por el fuego. Adorar al fuego y disfrazarse. Tu de mí y yo de tí. En realidad apenas nada.