Quedó preparado todo como si de un ritual se tratara. Las revistas apiladas, unas antiguas, otras de reciente fecha. La tarde caía suave y una luz tibia y rojiza se colaba por la pequeña ventana de aquél cuarto. El crepúsculo desinflaba el largo y caluroso día que le precedió. Junto a las revistas, un cenicero circular de cristal italiano con dos colillas apagadas, un bolígrafo olvidado encima del lavabo y el aroma a suavizante de la toalla en el perchero. Puso el paquete de tabaco sobre una de las revistas y abrió otra más cercana. Comprobó atentamente el correcto funcionamiento del mechero, encendedor con propaganda a los lados y poco gas. Después cerró la puerta y empezó a desabrocharse la correa.

Leía atentamente sobre moda en el primer mundo, porquería de artículo que servía para rellenar hojas de revistas; leía sentado saboreando un cigarrillo. El humo subía hasta el techo formando columnas grises, volátiles hileras de color azulado. Apretaba y se relajaba y apretaba. Entretenido, leyendo artículos de relleno, alguno interesante, la mayoría puros dislates dominicales, fumaba calmado mientras un olor rancio se mezclaba con la luz roja del ocaso.

Entonces cogió papel del rollo higiénico anclado a la pared, lo dobló simétricamente hacia el interior, dispuso el dedo corazón en el centro mismo hasta que quedó enconado, perfecto, y se limpió de una contundente pasada. Volvió a replegar el papel y, otra vez, con el dedo corazón como eje, deslizó la celulosa por los restos hasta que quedó absolutamente pulcro. Cerró las revistas; se levantó, apagó el cigarrillo en el cenicero circular de cristal italiano, se puso ágilmente el calzoncillo, después el pantalón, ajustó la correa al cinto y tiró de la cadena. Con un movimiento automático abrió la puerta; salió del cuarto. Al oír el inconfundible son de la cisterna vaciándose, se detuvo un segundo para disfrutar, en ese momento, del placer único que sienten los hombres ante el deber cumplido.