La guerra inmunda que condujo a la horca a Sadam y a dar conferencias de medio kilo a sus promotores, vivió dentro de otras guerras. Recuerdo la biblioteca Nacional de Bagdad, Dar-Al-Kutub wa al Watha'iq, y a sus técnicos completamente abatidos en torno a un vaso de té, explicando como más de un millón de libros habían sido destruídos o robados. Textos quemados por soldados, borrados o guardados, respondiendo a una estrategia de aniquilición salvaje. Y fué en aquellos días de humo, explosiones y muerte, una tarde extrañamente tranquila, cuando encontré bajo la masa deforme de un carro de combate destruido, la copia de un volumen titulado Miskhaf Resh (Libro negro), sobre la cultura de los yezidíes, un grupo religioso del norte de Irak. Supe, por la cara de asombro del traductor, que esta etnia era conocida como adoradores del diablo, por creer en Melek Taus o Pavo real, y manifiestar que dios ya perdonó al demonio y que éste vive a su lado. También detestan el color azul, fabrican templos en los lugares de peregrinación y no van a la Meca, sino a la tumba de Cheij Adi, cerca de Mosul. Atraído por tan fascinante historia, al cabo de una semana pude llegar a esta ciudad, convertida entonces en un macdonald provisional, macdonald de combate y expansión. Pero los yezidíes no estaban. Ningún lugareño quería saber nada del Libro Negro, ni de etnia alguna. Dijeron que muchos habían sido desplazados. Otros, fusilados por las fuerzas de ocupación. Al tercer día de estancia en Mosul, un sargento borracho me golpeó con la culata de su fusil y delante de mis ojos, arrebatàndomelo de la mochila, prendió fuego a la copia del tomo. Era, gesticulaba, un relato demoniaco, y yo, maldecía, un hijo de puta latino metido en el mismísimo infierno.