Tumbarse en un túnel de metro, vomitero de salida mientras tres tipos, dos y uno, se liaban a tiros sin mirar cómo ni porqué. Las balas suenan cuando te has levantado y sales y marchas porque uno del trío ha quedado boca abajo sangrando con convulsiones mortuorias y otro saca una placa diciendo que fuera, que a tomar por culo, que largo de allí, rápido. Pues sí, las balas entonces, al salir a la calle y sentir el aire abofeteándote los colores del apuro, empiezan a silbar, casi a oler, sabes que rozaron tus pestañas, o las sienes o rozaron a la puta madre que parió a los pistoleros.

Otra vez en un remolque, yendo a trabajar a los campos de cualquier terrateniente, vimos como un tren atropellaba a un perro, sajándolo por la mitad. Y presenciamos, absortos por la escena, como el animal continuaba gimiendo durante casi un minuto, menos tal vez, gimiendo con medio cuerpo arrancado por un convoy de hierro pesado. Las dos secuencias, tiroteo y amputación me vienen a la cabeza cuando leo algo sobre una matanza de perros. Perros colgados de los àrboles. Ahorcados por no ser prácticos a sus dueños, no servir para la caza, no correr ni oler ni atisbar a las liebres del sotomonte, ni a los lobos de la frondosidad del bosque.

Se me ocurre que aquellos tipos del túnel de metro de Barcelona, hace tantísimos años ya, sean los mismos que pujan por balacear a los lobos de las sierras del norte. Un dinero por sus cabezas, el lobo tratado como alimaña, como presa indigna en una cacería tramposa de hombres tramposos capaces de ahorcar, de tirotear, de reir mientras contemplan a la muerte. No sé porqué aquél tren que mutiló al can se mezcla con todas estas escenas cotidianas. Ni siquiera porqué en esta tarde febril las letras me conducen hasta esta historia.