No me piro de vacaciones, tampoco voy a la playa, tan llena estos días de gente sin playa en sus lugares. Vacacionaré cuando los demás vuelvan sus balcones los nidos a plantar, cuando el temporal arrastre el último rastrillo, el penúltimo potingue antisolar, la duodécima sombrilla rota por el viento. Entonces pisaré mi mar. Ahí está. No se marcha en todo el año.

De vez en cuando me desintoxico de humos urbanos, de las verbenas de mierda de las ciudades estrechas, paseando a las siete en punto de la mañana por la arena vacía, oyendo el ruido de las gaviotas grandes apabullando a las pequeñas. Llegado al recodo de la bahía, donde definitivamente las rocas marcan otra cala y otro mundo, aspiro y respiro el yodo salvaje de los aires nuevos. Será, dicen, invierno, otoño, no sé, otro tiempo, aunque el sol siga saliendo detrás de la línea del cielo de aquél vergonzoso hotel de lontanaza. ¿Hotel?. Ah, sí, para vacacionar. En verano.