A veces pienso, en un pulso de rechazo sádico, que he de dejar de escribir. Pero un diptongo dentro de la nevera, hace que encienda un petardo doble y haga bum en el tarro de la mantequilla vegetal. Dejar de escribir es una reflexión profunda, irónica si desean, pero desde luego no debería de hacerla con el frigorífico abierto, mirando detalladamente su paisaje expresionista, el tomate abierto por la mitad, los huevos acumulados junto a una caja de supositorios, las anchoas en aceite, el apio rozando las alitas de pollo en adobo.

Lo más normal en estos casos es sentarse y descansar, ver un partido de fútbol, abrir una lata de cerveza, un libro de poesía al lado, dos aceitunas negras sin hueso junto a otro tomo descuidado, el periódico del día derrumbado sobre unos cojines. Después, si apetece, es consecuente tomar una decisión, preguntarse: ¿para qué?, ¿hacia dònde?. Y autoconvencerse. Más héme aquí, como en un cuadro de López, con el habitáculo refrigerador abierto, contando berenjenas y perejiles, melones por la mitad o un pedazo de chorizo, al fondo, envuelto y olvidado.