En línea de costa habilitaron unos bancos rodeados de rosales, y allí los meláncolicos, los ausentes, perdidos románticos y lánguidos extremos podían contemplar la puesta de sol en el horizonte o el amanecer por detrás de la balaustrada marina. Un poco a la derecha, en el mismo paseo, unos abetos gigantescos con cuerdas suspendidas de sus ramas balanceándose con cuerpos. Era un parque de suicidios. Todos los suicidadores del mundo escogían método y se volaban el cielo de la boca con un disparo de magnum, o se cortaban las venas en bañeras habilitadas. Podían saltar desde una alta torre, o envenenarse con cicuta y biodraminas. A veces coincidían lánguidos y suicidas, románticos aburridos y deseperados ofensivos. Coincidían, hablaban de sus particulares cosas, fumaban y solían despedirse con un hasta luego suave. Cada cual tornaba a sus quehaceres, el meláncolico a contemplar la bruma cortando al sol en las tardes rojizas, y el suicida a maquinar su muerte, tranquilamente, acaso sólo sobresaltado por algún compañero de aficiones que, triste, no conseguía su propósito a la primera.