Leo que en la universidad de Hamburgo se lleva a cabo un experimento de física cuántica consistente en arrojar desde una altura de 146 metros y en caída libre a miles de átomos. Como soy de letras, impacta semejante asunto en mi interior. Ignoraba que a un grupo de átomos cualquiera, así a miles, se les pudiera desfenestrar o arrojar desde un campanario simbólico. Al menos a un grupo aislado, no material. Quiero decir, avezado lector, a usted o a mí, (o a la famosa cabra despeñada, a la postre no somos más que un grupo de millones de átomos compactados). Entonces distingamos entre compactos y aislados, cabras y neutrones, protones y electrones. El asunto a experimentar parece que tiene que ver con la gravitación y la cuántica, cuestiones altamente difíciles, máxime cuando las arrojan desde una gran cápsula de caída libre. Con estos asuntos me ocurre como con los quásares y las luces de las estrellas, que al ver ahora mismo el brillo de su nacimiento hace millones de años, acaban siendo una incógnita permanente.

Puestos a confesar temas incomprensibles, me pasa lo mismo con la reforma laboral, con el hijo de puta de Pío Moa, o con la absoluta falta de tacto de la editorial que nunca se atrevió a publicarme. Los átomos más susceptibles de ser estimados, (por ejemplo la masa atómica de Kim Novak, que sigue ocupando mis sueños fílmicos lúbricos), han pasado por la vida despeñándose desde alturas similares a las del experimento Hamburgués. Moléculas estirándose como chicle en camas de sábanas rojas, sin apariencia ni consistencia, poquita cosa en sí mismo, aberración atómica, molecular, proteínica. No duden ni un instante, dada la natural curiosidad que me excita, que seguiré insistiendo en los resultados experimentales de estos ensayos. De momento intentaré reunir a un grupo de átomos de derechas y los subiré a la azotea. Desde ahí, y en caída libre, veremos que es lo que pasa.