Es al pedir caracoles con tomate cuando hablo con mis contertulios. Recuerdo a Cosimo Piovasco huyendo de la mesa donde su hermana había servido comida en abundancia. Dicen que ponía colas de cerdo asadas como si fueran rosquillas, que una vez había preparado suculento hígado de ratón convertido en paté, o que adornaba la coliflor con orejas de liebre junto a cabezas de cerdo con la boca abierta y una langosta roja sosteniendo en sus pinzas la lengua del cochinillo. Mis amigos, entre copas, me miran desorientados: ¿qué quieres decir?. Nada, en realidad es sólo una anécdota porque la protesta, negación máxima de Cosimo, su porvenir instantáneo, se precipita como consecuencia al no querer comer caracoles.

Battista, la hermana, los decapitaba y luego pinchaba aquellas cabezas blandas con un palillo en los profiteroles, simulando una bandada de pequeños cisnes en la fuente brillante. Dicho así parece macabro. No lo sé, querido, es Italo Calvino el que lo escribe en el "Barón rampante". ¿Sabéis?: Cosimo decidió subir a los árboles y allí se encaramó para siempre, rebelándose contra la familia, máxima institución fagocitadora, igual que el trapecista de Kafka eligió su trapecio, o el señor Bartebly de Melville, la oficina. Formas de desobediencia suprema. ¿Subió a los árboles?. Sí, encaramado en ramas a los doce años. Pasó el resto de su vida y desde allí el mundo giró con él, nunca ajeno. Las invasiones napoleónicas, la revolución francesa... Que cosas tan raras nos cuentas, no tengo ni idea del trapecista de Kafka, ni sé quién era Bartebly, ni, por supuesto, conocía la historia de Cosimo, lo que sí sé, no lo dudes, es que se me han quitado las ganas de comer caracoles. Y sorbiendo el último, bebe un trago de vino.