Hubo un tiempo en que los espías sólo lo eran cuando vestían gabardinas. Enseguida podía uno hacerse a la idea: ¿ves?, aquél individuo de la esquina con gabán tres cuartos y una nube encima de su sombrero es un espía. La modernidad del siglo veintiuno trajo necesidades imperiosas en el gremio. Entonces el mundo, sin quererlo, se llenó de espías: panaderos disfrazados, barrenderos, señores que toman el sol y leen una pantalla táctil, gitanillos vendiendo ropa, carteros.... La vida, como todos ustedes saben, dejó de ser la vida tal y como antes la conocíamos. Viene a cuento el tema hablado, porque leyendo- leyendo, costumbre insana, me entero que espías ingleses, alemanes y franceses forman la élite de la merdée de oriente próximo. A buenas horas.

Resultando que el ínclito Gadafi murió por no querer pactar el número de una de sus cuentas bancarias, al escribiente, las novelas de Jhon Le Carré le parecen pura pinocha barbitúrica. Los espías actuales, esos barrenderos de los que hablábamos, forzaron al señor de las libias a soltar prenda en torno a ganancias excelsas, o eso, o se acababa la protección en la huida del país. Al no querer colaborar con la suelta de dineros, dieron órdenes diversas a sus espías, carteros locales, gentes de cañón y fusil ágil. Un avión francés rompió la caravana y un comando inmundo controlado por gilipollas de los que hablaba, hicieron el resto. Resumiendo, que es gerundio rápido: el primer dirigente de la nación panarabista murió ejecutado al no querer soltar la pasta espiada. Una pasta que controlarían y que repartirían otros jefes espías ajenos a los operablemente implicados. Lo dicho, ni la puta guerra sucia es lo mismo.