Ayer tarde volví a quedar atrapado en la biblioteca de babel. Desde 1941 cantidad de personas han dejado la vida entre los anaqueles hexagonales de sus grandes salas. Aunque Borges advierte que en aquellos corredores y escaleras pulidas no hay un solo bibliotecario y que el suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido la proporción de habitantes. He dicho atrapado por ser leve, lo correcto es amarrado, absorbido, exahusto, al repasar cada libro de cuatroscientas diez páginas, cuarenta renglones, ochenta letras de color negro.

Todos los escritos en el mundo en todas las lenguas del mundo, y la búsqueda sin certeza de un único tomo que sea la cifra y el compendio de los demás. Quizás no exista, aunque Jorge Luis diga al final que Letizia Álvarez observaba la inutilidad de la biblioteca: bastaría un solo volumen, dice, de formato común, impreso en cuerpo nueve o cuerpo diez, que constara de un número de hojas infinitamente delgadas.

Al crepúsculo la luz se tornaba rojiza, moribunda, y la luna de mayo asomaba cuernos de rinocerontes blancos que inundaban el salón donde aún permanecí cautivo de la biblioteca durante minutos inacabables. Porque el cuento gira en torno al infinito. Al universo torrencial de irreparables consecuencias. Vida y muerte como puntos delimitados, demiurgicos.

Cuando cerré las páginas sentí una liberación amarga, una excarcelación casual. He de reconocer que he dormido mal, soñando con paneles de colmenas donde las abejas poseían ojos hexagonales y los hexágonos ojos de abeja. Entre medio, todos los libros del mundo sostenían los pilares del cielo.