Venus está ahí arriba, a las cinco y media de la mañana. No sé porqué se ve tan grande, tan brillante, una pera de plata encima de la mar ondulante, de las brumas y el ruido de las lechuzas. Debe de ser cosa de las fuerzas aleatorias del universo, las elipses, círculos y contracciones del tejido etéreo: Venus resplandeciente como tus ojos a media tarde, tal vez tus ojos de media tarde resplandecientes como Venus. Apoyo el vaso con café sobre una revista doblada.

El pensamiento es dúctil, maleable, usted frena en los semáforos, bosteza, se rasca la pierna, la nariz; el sueño interrumpido hace que aflore lo onírico: la cartilla de ahorro en números rojos, los números rojos en cero, el cero en barranco, éste en abismo, el abismo en pantano. Verde, el disco cambia a verde y acelera con calma de madrugada. La avenida está vacía. Parece apropiada para una reunión de ánimas, que tontería, que absurda ráfaga de ideas.

Ah, sí. Aquello encima de la mar es el lucero del alba, Venus. No hay luna, ¿dónde coño de ha metido la luna?... y eso que resplandece es el planeta más obstinado del sistema solar. Su movimiento es dextrógiro, es decir, gira en el sentido de las manecillas del reloj, contrario al movimiento de los otros planetas. Por ello, en un día venusiano el sol sale por el Oeste y se oculta por el Este.

La guerra fría es anunciada en la radio, las otras, las calientes guerras de guerrillas son las comunes, todas igual. Muertos, ojos en blanco, dinero, soldados, materia prima, exhortos.......

Así que la mayor montaña (dos kilómetros más alta que el Monte Everest) se llama Maxwell Montes.... no lo sabía. Otro stop, el humo se condensa en el aire. Pienso en tus dedos pequeños, en tu risa. Un claxon me despierta del ensimismamiento. Acelero sin perder de vista la línea derecha de la carretera, la mar tintineante, el lucero arriba del mundo aguantado meteoritos desintegradores. Después, antes de sumergirme en una recta obscura y fría, me adentro en tu cuerpo desde tu voz. Tengo facilidad para ello. El zumbido redondo del motor no me despista. Tu cuerpo tampoco, sendas, recovecos, curvas, aceras de piel contra las ingles, en la espalda, valles, concavidades, asuntos que resolver en la lucha cuerpo a cuerpo.

Por fin freno en el aparcamiento. Y entonces no miro al cielo negro azabache, ni se oyen las lechuzas, ni la mar cruje sus espasmos de vida. Desciendo sin más, hasta el vestuario. La jornada laboral a punto de comenzar.