Cierto día en un cafetín de Arcila vi como degollaban a un hombre. De larga barba, bebía te con hierbabuena y vestía una chilaba blanca que se empapó enseguida en sangre. Un tipo con caftán gris llegó en silencio. De repente gritó "allah akbar" y le rebanó el cuello. No sé porqué me vino a la cabeza mi abuela cortando el pescuezo de las gallinas, con la sangre negra coagulada en un plato azul. Permanecí estupefacto entre humos de kifi y olores a menta. El asesino perdió una babucha en la huída mientras todo se convertía en un revuelo de gritos y lamentos. Sin embargo nadie hizo nada por arrimarse al hombre que aún se ahogaba en su sangre, con la cabeza caída hacia atrás y los ojos blancos.

La policía tardó poco. Yo estaba ya en la calle, con otros. Me dispuse a sacar una instantánea pero un mehani mehanihizo un gesto de advertencia con la mano. Así que recogí el equipo y decidí apartarme del tumulto y de la ambulancia DKW vieja que llegaba ululando. Después, en el hotel, me sorprendí al cruzarme con el mismo joven del caftán gris que había visto hacía poco. Llevaba las llaves de una habitación al fondo del pasillo. Ese día comprendí que la habitación del final del pasillo es siempre para los asesinos.

Aún así dormí a pierna suelta.