Abre la puerta y a los pocos minutos de la conversación ya lamentamos no poder fotografiarla y mostrarla tal cual es porque Damarys, cubana de 37 años y con dos hijos, desmonta con su presencia y su discurso cualquier prejuicio que pueda tener el imaginario colectivo sobre la inmigración irregular.

Nadie diría que esta mujer no tiene papeles. Pero no los tiene y aunque es ingeniera de Telecomunicaciones y Electrónica aspira a encontrar un trabajo limpiando casas o cuidando ancianos. Esa es la parcela laboral para las mujeres «ilegales» como ella. Jenny tiene 9 años y entra en el comedor, austero e impoluto. Mira con timidez y asegura que quiere «ser doctora» y que le «gusta patinar». Va contenta al colegio pero es asmática, como su hermano de 4 años, así que cuenta con un permiso del pediatra para dar las clases desde casa.

Menores sin papeles en la Comunidad Valenciana.

«En Cuba ni existen los medicamentos que toman mis niños. De hecho, desde que se los toman no han tenido ni una crisis», explica Damarys y relata el calvario que vive porque la tarjeta sanitaria de los críos le ha caducado y no la puede renovar. Cada seis meses, la mujer debe presentar un sin fin de papeles (incluidas autorizaciones de un padre que vive en Cuba y partidas de nacimiento) para renovar la tarjeta SIP de los críos. Si la renovación no llega a tiempo, para que en el sistema figure la bonificación deberá pagarlo de un bolsillo vacío porque esta mujer, igual que la mayoría de personas con un trabajo precario y sin contrato, se quedó sin ingresos en pandemia.

Viven compartiendo un piso de alquiler en el barrio de Malilla por 650 euros con otra familia (una amiga y su hija de 13 años) a la que deben «su parte» desde septiembre. «No tengo agradecimiento suficiente a mi amiga por lo que está haciendo por nosotras», explica. Su amiga es española «y sin ella nuestra vida sería muy distinta», explica.

Damarys es una mujer de bandera, pero vive con miedo e invisible los tres años de rigor que necesita para demostrar el arraigo. Igual que el resto de los protagonistas de este reportaje. Todos llegaron en avión con un permiso de turista o como solicitantes de asilo. Cuando el plazo acabó, se quedaron de forma irregular trabajando en negro por una media de entre 4 y 6 euros la hora y sin cobrar tras realizar el trabajo en más de una ocasión.

Sin cuenta bancaria, sin poder ni tan siquiera convalidar sus títulos o su carné de conducir, sin acceder a ayudas públicas y sin quejas ni denuncias porque ser irregular implica poder ser deportado si la policía se entera o si la Administración lo comunica. Por eso no puede salir en la fotografía. Igual que el resto de los protagonistas de este reportaje, que aborda la realidad de los denominados «inmigrantes sin papeles» pero desde una perspectiva diferente: la de la infancia.

INFORMACIÓN se hizo eco hace unos días del informe publicado por Save The Children «Crecer sin papeles» y hoy da voz a sus protagonistas para mostrar los problemas y las desigualdades de esa infancia que se encuentra entre la acogida y la expulsión porque también carece de una documentación reglada. Si no tienen papeles los padres, no tienen papeles los hijos. Ni aunque hayan nacido aquí.

Las cuatro familias de este reportaje llegaron en avión desde distintos puntos de América Latina, con dinero en el bolsillo tras vender lo poco o mucho que tenían en sus países de origen. Se cumplen esos datos del informe de la ONG que aseguran que tres de cada cuatro menores en situación irregular proceden de este territorio. Desde Save The Children exigen al Gobierno un proceso de regularización urgente para los 147.000 menores y sus familias que viven en esta situación en España (20.000 de ellos, un 13 %, en la Comunitat Valenciana) para que crezcan en igualdad de oportunidades.

Entre la pobreza y la violencia

Dos de las familias entrevistadas emigraron por la pobreza. Las otras dos tenían buenos trabajos, pero vivían en un ambiente violento y sin libertad donde no querían ver crecer a sus hijos. Todos aseguran que si emprendieron el viaje y dejaron todo atrás no fue por una especie de capricho o aventura egoísta. Lo hicieron por ellos, por sus hijos, por sus hijas. Para que tuvieran un futuro y una posibilidad de prosperidad en la vida.

También afirman que las criaturas no son indiferentes al problema de carecer de documentación. Imposible serlo. Perciben el miedo, la intranquilidad de sus padres. Y por eso preguntan: «¿Cuándo tendremos papeles?». Las cuatro familias reconocen las mismas preocupaciones y la misma pregunta en criaturas de distintas edades que no se conocen.

Infancia en desigualdad

Son niños migrantes en situación irregular, pero son niños. Y aunque sus familias reconocen «su fortaleza y valentía para entender una situación compleja para ellos» también se quejan, admiten sus madres, por vivir en una habitación o no tener coche. Por no poder invitar a ningún amigo a casa, no tener ordenador, comer arroz casi a diario o yogur de postre un día con otro «porque es lo que iba en la bolsa del reparto de alimentos». Por no poder apuntarse a la extraescolar de baile o explicar en el colegio que en su casa no hay dinero, que son pobres y migrantes sin papeles.

Tatiana tiene 10 años y cada día coge el autobús con su madre a las 8 de la mañana para ir desde Sedaví (donde vive con sus padres en una habitación alquilada por 250 euros) hasta València, donde está el colegio. Una hora de trayecto de ida y vuelta que a la cría le pesa. No tener televisión, ni espacio propio para estudiar tampoco ayuda, aunque la pequeña se esfuerza «por estudiar e integrarse». Ya ha hecho amigas, y eso que llegó justo antes del confinamiento y no ha podido disfrutar de la vida en València antes de la pandemia.

Sin embargo, aún les dice a sus padres que por qué «no regresan» a Colombia. Su familia huyó de allí por la violencia, pobreza e inseguridad del país, pero la cría tenía su propia habitación, su espacio. Y lo echa de menos.

Sus padres, Lucía y Miguel, llegaron a València justo antes de que se decretara el Estado de Alarma, en febrero de 2020, «por ella». Los acogió un primo de Miguel y escolarizaron a la cría en un colegio cercano al domicilio. Pero llegó el confinamiento sin acabar los trámites así que la cría se quedó sin clases online. En el mes de agosto solicitaron asilo y en diciembre les llegó la denegación. La chiquilla pasó de curso y ahora estudia quinto de Primaria sin haber pasado por el curso anterior y conviviendo con sus padres en el mismo cuarto.

«Buscamos piso cerca del colegio pero los precios están imposibles y nos piden contrato y papeles, claro. Así que hemos acabado en Sedaví, en una habitación. Yo cuido a una señora mayor los fines de semana, interna, de viernes a domingo, por 400 euros. A mi marido, oficial de primera, lo llaman a días sueltos en la obra y le pagan el día a 60 euros por una jornada de 8 a 20 horas», explica Lucía, de 31 años.

Teresa también es de Colombia y vive con su marido y sus cinco hijas de 8, 6, 4,2 y un bebé de 4 meses. «Mi marido es ingeniero agrónomo y en Colombia teníamos dinero suficiente para tener familia numerosa sin problemas. Pero llegaron las amenazas y coacciones a su persona y a la familia. La vida vale más que cualquier cosa. Lo vendimos todo y huímos porque mi madre ya estaba en España cuidando a un familiar enfermo que al final falleció», explica la mujer. Era agosto de 2019. Escolarizaron a las crías en Paterna y pidieron la beca de comedor pero se la denegaron porque «no se puede tramitar con pasaporte». Por el mismo motivo se quedaron sin una ayuda municipal para apuntar a las mayores a natación y a las pequeñas a la escuela infantil. No hay ocio para esta infancia.

Esta familia numerosa ha solicitado asilo pero hoy en día tienen una hoja caducada porque la pandemia ha demorado la renovación. Viven en un piso de alquiler que paga la abuela, que trabaja como interna en una casa. Teresa trabaja horas sueltas para una mujer a la que le limpia y le hace «recados» y su marido ha trabajado de temporero «sin cobrar» y tres días seguidos en la obra por 50 euros.

El último testimonio de este reportaje es el de Cinthya, tiene 41 años, es de Paraguay y lleva en España un año y tres meses. Nos atiende rápido porque trabaja de interna de 9 a 21 horas por 1.060 euros y carece de tiempo libre. Es algo temporal, tan solo dos meses de trabajo tras cinco meses «de sequía total». Hasta la pandemia, cuidaba a mayores en el hospital por 4 euros la hora. Su hermana la acoge a ella y a su hija de 11 años y la mujer solo espera «que el tiempo pase rápido» para conseguir demostrar el arraigo tras tres años malviviendo.

Las cuatro familias solo han recibido ayudas de Save The Children y de alguna otra entidad social ante un sistema público que no les da cobertura al carecer de papeles y les obliga a la invisibilidad durante, como mínimo, tres años.