Hoy es un río de paz y prosperidad, pero lo fue de guerra y desdicha. Decenas de imponentes fortalezas siguen ostentando torres y almenas en las vertientes del curso medio del Rin. Testimonian un feudalismo de territorios mínimos, celosamente defendido por los señores de la guerra en la vieja y atomizada Germania. Esos castillos «románticos», que protegieron ambiciones de dominio y explotación de la tierra y la gleba, son ahora lugares turísticos para el ensueño, dotados algunos de equipamiento hostelero, amplios aparcamientos y terrazas con sombrillas. Esos añadidos casi no se ven desde el río por estar cuidadosamente exentas las fachadas que a él se asoman. Las restauraciones respetan la arquitectura y los materiales constructivos, y hay conjuntos que conservan la estética de la ruina.

La roca de Lorelei es uno de los grandes atractivos de la navegación y ha inspirado a poetas y músicos al correr de los siglos. Aquella muchacha legendaria que vengó el abandono de su amante haciéndole naufragar en uno de los puntos más profundos y peligrosos de la corriente, extendió su venganza más allá de la propia muerte. La blancura de su espectro en medio de la noche y la fascinación de su canto atraían a los navegantes hasta el punto critico donde eran engullidos por las aguas. Curiosamente, ese mito maligno sigue inflamando la fantasía romántica de las gentes de hoy, agolpadas en la borda que permite ver de cerca un bronce escultórico de la ninfa de la desdicha. Ni la prosáica vida de la sociedad postindustrial apaga del todo la pulsión ensoñadora de la especie.

Schumann en la catedral

El ensueño del arte y la historia tiene en Colonia un totem inmortal: la formidable catedral gótica, de la que es muy duro alejarse una vez recibido el efecto de sus alturas vertiginosas, la imponente grandeza de las bóvedas de sus cinco naves, la traceria de los arcos que las sostienen, la filigrana colorista de sus vitrales o la música espiritual, serena y como distante, que difunde la trompetería de los órganos cuando acuden los católicos a la misa y durante ella. Cuatro siglos duró su construcción y, aún hoy, siguen aportando los entes públicos catorce millones de euros anuales para reparaciones. No parece haber dinero para librar la piedra exterior de la negra pátina acumulada por el tiempo y las guerras. Imaginar esta maravilla con el color dorado de la caliza bajo el sol es augurio del «síndrome de la excesiva belleza» sufrido por Stendhal en la Santa Croce de Florencia.

Robert Schumann es el paralelo sinfónico del Wagner teatral en la voluntad glorificadora del Rin. Imposible no evocar su Sinfonía renana cuando deambulamos por el interior de la catedral de Colonia. En el estadío más alto de la composición, quiso subtitular su Tercera como «Episodio de una vida a orillas del Rin», y su segundo movimiento como «Mañana en el Rin». Pero es el cuarto el de mayor impacto, un maestoso que nace de esta catedral como «acompañamiento para una ceremonia solemne», la elevación al cardenalato del arzobispo de la ciudad. Impresionante. Lo que estamos viendo es el ordinario de la misa en un día cualquiera, pero la mirada interior recrea imágenes sonoras que tan solo son «visibles» en esta divina arquitectura y en su atmósfera poética.

Düsseldorff crepuscular

La obra genial, que transforma igualmente materiales populares de la música renana, fue estrenada en Düsseldorf un año después de su composición (1850). A esta ciudad llegamos esperando alguna sensación equiparable, pero el calor de finales de agosto es aplastante y disuasorio del simple caminar. Por fortuna, Lorelei ha quedado atrás y podríamos zambullirnos en el Rin sin miedo a la vengativa ninfa. No lo hacemos porque nos detiene un espectáculo inesperado: miles de ciudadanos se han posicionado a la orilla del río, hasta donde la vista alcanza, para ver algo que sin duda es allí muy raro. La imponente puesta del sol, cayendo lentamente entre llamaradas que tiñen de oro las pocas nubes rezagadas, es más tentadora que el merodeo de los templos, palacios, museos y parques. Las criaturas solares que pueblan el primero y último movimiento de la Sinfonìa de Schumann no solo existen sino que se congregan en un rito crepuscular, profano y sagrado. La superficie del rio brilla como un espejo áureo, tan solo perturbado por motos acuáticas cuyos ocupantes prefieren ver la conflagración de la luz corriendo como locos. A chacun son gout. Mañana volveremos a Ámsterdan, donde llueve con furia, y el Rin volverá a su naturaleza de arteria industrial y cultural, a su color marrón verdoso y a su monotonía un tanto claustrofóbica.