Anteayer, y de casualidad, me enteré por Fini que Carlos «estaba muy malito». Le había enviado a ella unas fotos de mi hija que estaba en Chile dando clases en la universidad de Magallanes porque sabía que a ambos les haría ilusión de que mi niña estuviera intentando salir adelante en este mundo cruel. La respuesta de Fini apresuró mi reencuentro con Carlos. Un Carlos por el que me interesaba telefónicamente porque sufría al no poder hablar con él (yo sufría porque no le entendía cuando se expresaba) de dos de nuestras pasiones, del Barça y de libros. Fui al hospital de San Juan creyendo que dentro de la gravedad que me había anunciado su esposa todavía podríamos echar unas risas y recordar aquellos tiempos cuando éramos asquerosamente jóvenes, de la calle Sevilla, del instituto Jorge Juan, de aquellos inocentes guateques en la cocina de mi casa cuando Gino Paoli nos arrullaba con su Senza fine, de los paseos por la Explanada mientras intentábamos ligar con aquello tan manido del ¿Estudias o trabajas? Un tiempo en que todo nos sonreía. De aquel cine Rialto enfrente de su casa donde aquel extraño patricio romano Robert Taylor se enamoraba perdidamente de una cristiana rubia de ojos claros tan parecida a Deborah Kerr y donde salía un genial Peter Ustinov haciendo de Nerón. Quo vadis, domine?

Me presenté en la habitación 4201 con dos pequeños obsequios muy especiales para mi amigo: una tontería comprada apresuradamente en la botiga del Barça de El Corte Inglés y mi último libro, escrito al alimón con otro buen amigo de juventud de ambos, Enrique Giménez. Carlos ya no estaba para nada; la enfermedad le había llevado al límite y todo hacía presagiar que su sufrimiento y el de su familia tocaban a su fin. Dejé allí los dos regalos confiando que mi presentimiento estuviera errado y que llegara a recuperarse para poder echar aquellas risas que tanto tiempo hacía que no compartíamos. Esa misma tarde, se marchó.

Conocí a Carlos hace un millón de años. En el quiosco de Cary, luego de Ramiro, en su calle Sevilla, donde coincidíamos día sí y día también para agenciarnos los tebeos de editorial Maga o de Bruguera, historietas que solían salir a lo largo de la semana (Apache, Pantera Negra, Bengala, El Capitán Trueno o El Jabato). Una amistad literaria se estableció rápidamente entre nosotros. Carlos era un chico muy culto y un lector empedernido. Pronto intercambiamos lectura. Yo le dejaba las aventuras y misterios de Enid Blyton y él me proporcionaba sonrisas con las travesuras de Guillermo Brown y su panda de Proscritos. Carlos me intentaba convencer de las bondades de Sandokán pero yo insistía en aquellos memorables viajes que hacía Julio Verne. Por cierto, debo a Carlos una lección magistral que me impactó y que habla de su bien saber y hacer: me prestó un libro de la colección Historias que se acababa de comprar. Estaba tan reluciente que yo le quité la contracubierta y se la pasé. Me preguntó por qué lo hacía y yo, cargado de razones, le dije que para que no se estropease. Sonriendo me la devolvió para que la volviera a poner en el libro y me dijo algo así como que prefería que se estropease la contracubierta que el libro. Lección que nunca olvidé.

Nuestra otra pasión común era el Barça. Hablábamos de los culés cuando emprendíamos la ruta hacia el instituto Jorge Juan, un trayecto que yo comenzaba desde la plaza del Hospital bajando por la calle San Carlos envuelta en un impresionante olor a tabaco, hasta que nos encontrábamos en la esquina de su casa de la calle Sevilla, una casa con patio jardinero que hacía las delicias de los amigos, sobre todo cuando íbamos por la tarde y su madre, amable a más no poder, nos obsequiaba con pan y chocolate mientras hacíamos como que estudiábamos... Por cierto, hace poco estuve en el instituto Jorge Juan, tras miles de años, hablando precisamente del ilustre marino y científico Jorge Juan, y quedé asombrado de que en aquella pequeña explanada pudiéramos caber los centenares y centenares de alumnos, las chicas a un lado y los chicos al otro, que formábamos todos los sábados para la arriada de banderas y oír los castigos con que nos acostumbraban los gerifaltes educativos: Pepito Pérez, dos puntos menos por hablar en clase. Es curioso pero sobre Carlos, excelente persona, nunca cayó ningún asunto punitivo de esos. Seguro estoy que en los muchos años que estuvimos allí su expediente permaneció inmaculado. Aunque no se crean que era un santo, él, como yo, procurábamos situarnos bien cerca del Seiscientos de aquella impresionante profesora de latines cuando trataba de introducir su esbelta figura en tan pequeño receptáculo de la Seat y nos permitía contemplar un espectáculo prodigioso, prodigioso, de unas piernas torneadas que se negaban a ajustarse a la falda de tubo? Bien, ejem, volvamos al Barça. Cuando Carlos marchó a trabajar a Barcelona, nuestros caminos se separaron. Pero cuando yo iba por la Ciudad Condal y asistía a algún partido blaugrana al Camp Nou o al pabellón de baloncesto, me ponía de pie, oteaba el horizonte y, créanselo, allí estaba él, también en pie y también oteando la grada, por si acaso. Ahora que Carlos se nos ha ido, le propongo a Fini que todos los años, cuando acabe la temporada futbolera, ponga un anuncio en INFORMACIÓN, suponiendo que todavía quede prensa escrita en papel, recordando las victorias de su/nuestro equipo frente a los merengones de la casa blanca. Esté donde esté, seguro que lo agradecerá.

Muchos años después de habernos perdido por el camino de la vida, volvimos a encontrarnos. Carlos se había jubilado prematuramente y había regresado a casa. Yo, tras muchos años de dedicarme a otra de mis pasiones, el Partido Socialista, estaba de profe en la Universidad de Alicante. Carlos, economista y científico, deseaba estudiar alguna carrera de Letras para ampliar su horizonte. Le recomendé Humanidades, donde yo impartía Historia de la América colonial. Carlos se matriculó y venía muchos días a comer y luego nos íbamos juntos a clase, él, el inteligente, como alumno, y yo, mucho menos listo que Carlos, como profe. Paradojas de la vida. Cuando ya la enfermedad se le puso un poco más pesada y Fini lo tenía que subir a la uni porque Carlos no estaba en condiciones de conducir, se empeñó, en matricularse en una asignatura que yo daba, Geografía Histórica. Ya no pudo examinarse porque reconocía que sus facultades habían menguado para presentarse al examen final. Por lo tanto, no pude calificarle como se merecía. Con una matrícula de honor tan grande como su corazón.