«Yo no sé si soy un historiador que, de vez en cuando, escribe o un escritor que ha dedicado todo su tiempo a la Historia del Arte (...) Nací en esta ciudad en 1953. Recuerdo, cuando aún era adolescente, que me gustaba pasar las vacaciones desempolvando viejos libros en los archivos locales o tomarme un café, en el Postiguet, mientras escribía en los atardeceres de verano...»

Con esta nota autobiográfica, Lorenzo Hernández Guardiola ponía prólogo a un delicioso relato que él mismo dedicaba a los últimos días de la vida de Vicent Van Gogh. El cuento lleva por título 27 de julio de 1890, fecha en la que el pintor francés se adentró en la campiña, cerca del pueblo de Auvers-sur-Oise, a las afueras de París, y cayó abatido por un disparo en el pecho. En el texto de Hernández Guardiola no aparece en ningún momento el nombre del artista, pero sí el cuadro que pintaba los días que precedieron a su muerte, Campo de trigo con cuervos, así como los pensamientos que le acompañaron antes desaparecer: «Los girasoles son almas que buscan siempre la respuesta, que suplican mientras haya luz y la noche los ignore».

Desde la aparición de este relato en 1999, el sueño de Lorenzo fue publicar una novela clara, amplia y rotunda en la que pudiera dejar trozos de sí mismo: de su talento, de su sensibilidad, de su experiencia, de su oficio de contar?; una novela sobre historias ajenas, ocurridas en años lejanos y que, sin embargo, acabara siendo una desnuda confesión personal; una novela que se acabó encendiendo, como una llama en la memoria, cuando descubrió, durante un viaje por Extremadura, el cementerio de los alemanes, un pequeño recinto (inaugurado en 1983) cercano al monasterio donde pasó también sus últimos días el emperador Carlos I. En aquel paraje sembrado de cruces de granito oscuro, en medio del silencio y del olvido, el historiador encontró la historia que andaba buscando. Corría el verano de 2011.

Siete años después, Lorenzo puso en mis manos El cementerio de los alemanes. Cualquier salida editorial postergaba la edición a uno o dos años, algo inviable a poco que leamos el comienzo de su propia novela: «El médico se levantó después de dejar el informe sobre la mesa (?) Encendió un cigarrillo... Varias caladas más tarde, decidió ir al grano: "Francisco, te quedan entre tres y seis meses de vida. No esperaba este resultado de tus análisis. Lo siento de veras". Francisco Lezcano salió del despacho sin decir nada?»

El pasado viernes, en la cervecería Yes de la avenida de la Estación, en Alicante, nos citamos para celebrar la publicación de la novela y organizar su presentación esta misma semana. Lorenzo estaba frente a mí, entre Carmen, su mujer, y la periodista África Prado. A mi derecha hablaba Antonio López Alemany, el editor valenciano que en sólo un mes había puesto El cementerio de los alemanes en las librerías. Ya en la calle, nos abrazamos más intensamente que nunca.

El martes 7 de noviembre, a las 19 horas, como rezaba la invitación, la novela se presentaba en un salón lleno de amigos, admiradores e incondicionales del profesor y académico. Todo sucedía como Lorenzo había imaginado durante largos años, pero sin él. El mal diagnosticado meses atrás por un médico real o de ficción (¿dónde está la frontera?) le había dado el último zarpazo. Desde el hospital, al lado infinito de Carmen, se vio junto a nosotros, habló por nuestros labios, abrazó con nuestros brazos y despidió con más amor que nunca a todos los presentes. Llegada ya la noche, una de esas noches cuajadas de alucinadas estrellas de Van Gogh, con el sueño cumplido, Lorenzo miró a Carmen, entornó los ojos y escribió en el aire: «Los girasoles son almas que buscan siempre la respuesta?»