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A solas en el refectorio

Los huevos de Zumalacárregui

Tortilla de patata y cebolla. OPEN (Alicante).

En plena Guerra Carlista, el general Zumalacárregui llegó agotado a un caserío del norte de Navarra. Por algún motivo que se nos escapa, él y los suyos tenían que cenar tortilla y no alguna otra cosa, pero los huevos de los que disponía su anfitriona eran del todo insuficientes. Como, en cambio, no le faltaban patatas, cuyo cultivo iba arraigando en Europa y en la zona lo había hecho de manera precoz, ideó una treta para salir del paso: engordar la tortilla con patatas. Una navarra había creado la tortilla española.

Inexorablemente, las contarallas que explican la invención de tal o cual plato de manera similar a esta son apócrifas del todo. Pero en este caso, al menos, el origen de la receta en cuestión se ubica en el lugar y la época que le corresponden. En efecto, el primer documento donde se habla de algo así como una tortilla de patata es una crónica del navarro Iribarren que, en 1817, antes incluso de las andanzas del general carlista, dice: «Dos o tres huevos en tortilla para cinco o seis, porque nuestras mujeres la saben hacer grande y gorda con pocos huevos, mezclando patatas, atapurres de pan y otras cosas». En la Navarra profunda le siguen llamando al invento «tortilla a la navarra», concepto que no excluye la incorporación de otras cosas, como la cebolla -ingrediente que en épocas muy posteriores ha dado lugar a dos bandos irreconciliables de partidarios y detractores- e incluso el pimiento.

De Pamplona a Barcelona

Con cebolla o sin, la peculiaridad de la tortilla española es que lleva patata, porque cosas similares aparecen en todo tiempo y lugar. Brillat-Savarin elogió la tortilla en el XVIII y Robert May recogía varias fórmulas en The Accomplisht Cook un siglo antes. Apicius ya la consideraba un manjar en vida de Jesucristo y algún historiador se ha entretenido en tejer la hipótesis que le asigna un origen persa a la tortilla. En Francia, donde la preparan inexcusablemente a la francesa-huevos y basta-, está ligada a la Pascua. Tortillas gigantes, en torno a las cuales se celebran fiestas y concursos, jalonan las estividades primaverales del Garona o del Bearn. Es una tradición emparentada con nuestras monas, relacionadas con la llegada de la primavera y la nidificación de las aves migratorias, que ofreció en tiempos la posibilidad de depredar huevos silvestres a manos llenas. De cualquier modo, la tortilla de patata tiene carta de naturaleza en Navarra y en el casco viejo de Pamplona, uno de los mejores lugares del mundo donde ir de pintxos. Junto a las tortillas, destacan los huevos rotos, el bacalao al pilpil o las croquetas diversas en locales como Gaucho, Bodegón Sarría, Bar Iruñazarra o Zanpa. Otra fórmula en un reyno tan gastronómicamente apegado a lo suyo es la sidrería y Zaldiko, a la puerta de los corrales de donde salen los toros en San Fermín, es una de las más auténticas, kupela incluida: el barril del que cada cual se sirve la sidra a discreción. El menú culmina en un chuletón de vacuno con la maduración exacta, asado con meticulosa precisión, tierno y profundamente sabroso. Le preceden unos chorizos a la sidra, unos pimientos del piquillo y una tortilla que, en los asadores navarros, no es de patata, sino de bacalao.

El gran santuario tortillero al que nos gustaría ir en cuanto se pueda es a Les Truites, abierto hace más de cuarenta años en el barrio barcelonés del Putxet. Su variopinta carta de tortillas se divide en dulces, saladas y caldosas. Las hay de verduras, de carnes y embutidos, de pescado y marisco, de queso, de setas, de patatas, en salsas diversas o formando suculentos pasteles. La de croissant con jamón es una de las estrellas, pero no se quedan atrás la de pollo al curry, la de manitas de cerdo, la de bacalao con algas, la de calçots -con el romesco por dentro-, la de pescado y marisco en suquet, la de setas con salsa trufada, la de espinacas rellena de jamón y queso o la de ricotta y menta. Para el postre hay tortillas de cerezas, de melocotones de ordal, de chocolate, de flores, de turrones, de bollos y hasta de coca de Sant Joan.

El as de oros de la gastronomía ibérica

El chef de Les Truites, Joan Antoni Miró, ha revolucionado el mundo de la tortilla desde presupuestos estrictamente tradicionales, pero pocos cocineros mediáticos han dejado de interpretar en clave contemporánea este «as de oros» de la gastronomía ibérica, según expresión de Néstor Luján, que para el otro círculo dorado de nuestra cocina, la paella, optaba por la metáfora del «sol azteca». Después de la tortilla de patata deconstruida de Ferran Adrià vinieron la de patatas chip de Pedro Subijana y otras ingeniosas versiones de los Aduriz, Arola, Berasategui, Roca o Ruscalleda. Sus recetas las recoge el libro Homenaje a la tortilla de patatas de José Carlos Capel.

En Chile aseguran que tenían patatas seis mil años antes que en Perú, reconocida patria de uno de los alimentos más consumidos en el mundo. Su nombre también parece proceder de la cultura inca: los conquistadores cruzaron «papa» y «batata», términos con los que el quechua se refiere respectivamente a la patata y al boniato. Pero, filológicamente, los que perturban el liderazgo peruano son los mexicanos, que apelan a la existencia de la palabra «potatl» en náhuatl. Los españoles trajeron la planta nada más encontrarla en América, pero no le dieron un uso sino ornamental hasta mediados del siglo XVIII y la patata no se incorporó plenamente a la cocina occidental hasta el XIX. Le ayudó a superar su estigmatización -algo que se criaba bajo tierra tenía que ser cosa del demonio- la conocida treta de Parmentier, médico de Luis XIV que comprendió el gran interés de ese tubérculo para luchar contra el hambre. Hizo que plantaran patatas en los jardines de Versalles y que las vigilara la mismísima guardia real hasta que maduraron. Entonces mandó retirar la vigilancia y la gente se abalanzó sobre aquel alimento «realmente» prestigioso.

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