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La cata, una ciencia adolescente

Toneles de vino en el puerto de Alicante.

Juan Barbacil, que es como el Lluís Ruiz Soler de Zaragoza -por parafrasear una manera suya de decirlo-, está estudiando los detalles de algo que da(mos) por cierto: la cata de vinos no tiene más de 40 años. Nos referimos al vocabulario que despliegan los sumilleres para asignarle cualidades visuales, aromáticas y gustativas a un vino mediante un lenguaje metafórico más o menos abigarrado. Barbacil constata que esa apabullante terminología se desarrolló a partir de un puñado de rasgos y conceptos, definidos y perfilados en los años 80 por pioneros como el ingeniero Gabriel Yravedra. Discípulo del francés Émile Peynaud -el padre de la enología moderna-, lideró desde el Ministerio de Agricultura el desarrollo de métodos y procedimientos para definir con precisión un vino en la época en que ese mundo salía del más estricto atraso.

La cultura vinícola empezaba apenas a llamar la atención de aficionados y esnobs, mientras la puesta al día de viñedos y bodegas, la irrupción de productos y estilos novedosos, la consolidación de las denominaciones de origen o la democratización del saber enológico no se generalizaron sino con el cambio de siglo. Pero cien años antes ya había gente empeñada en quitarle las telarañas al mundo del vino y así lo demuestra un libro con el que nos tropezamos tratando de poner orden en un desván. Se publicó en Barcelona en 1905 y vale la pena copiar su título completo: Elaboración de vinos naturales y artificiales sin el empleo de substancias nocivas a la salud. Tampoco tiene desperdicio uno de los subtítulos: Fórmulas prácticas para la imitación de vinos de todas clases (jerez, málaga, burdeos, oporto, champagne, etc.).

Vinos «naturales y artificiales» en el XIX

La propuesta suena de lo más escandaloso, pero hay que situarla en su contexto. No hacía tanto que Louis Pasteur había descrito los mecanismos de la fermentación -ni siquiera se habían publicado sus obras completas, que divulgaron definitivamente sus aportaciones-, la filoxera no había sido totalmente erradicada ni existían aún las DDOO en España. Federico P Albertí, autor de ese libro cuyo título se resume en el interior como Los vinos naturales y artificiales, conoce las investigaciones de Pasteur, pero no domina el asunto. Entre sus objetivos están el de inculcarles a los bodegueros la obsesión por la limpieza o por el rigor y el de facilitarles recursos para ser competitivos en un mundo, el del vino, que ya no iba a ser el mismo tras la plaga de la filoxera. En ese sentido, sus ideas son absolutamente «modernas».

En Los vinos naturales y artificiales, ciertamente, no hay ni rastro del lenguaje cuya pista sigue Barbacil y las instrucciones que da el autor para el «reconocimiento y análisis de los vinos» son estrictamente químicas y físicas. En cuanto a los «vinos artificiales», no hay que confundirse: se trata de fórmulas para elaborar brebajes como el «vino» de cola -cuando la cocacola era un medicamento conocido apenas en su barrio- o el de patata, bebedizo inclasificable cuya receta incluye el serrín de roble. En consonancia, lo de vinos «naturales» no anticipa en modo alguno la tendencia actual que prescinde de sulfitos en la elaboración: son vinos propiamente dichos, sin más. Tampoco hay que escandalizarse mucho con lo de las «imitaciones»: el mundo está lleno ahora mismo de vinos de estilo provenzal o californiano.

Otro libro que rescatamos de los ácaros es el amenísimo estudio sobre Los vinos de España vistos por los viajeros europeos que escribió Pedro Plasencia en 1994. Los ingleses fueron prolijos y razonablemente benévolos al respecto. El más agudo fue Richard Ford, que resumió el sentir de muchos otros: «No hay nada más tosco, antiguo y contrario a la ciencia que el modo de hacer vino en aquellos lagares en que los extranjeros no han puesto la mano». Habla de «la tosca y sucia cuba en donde se meten las uvas indistintamente, las blancas y las negras, las maduras y las agraces, las sanas y las podridas». Aunque la cita es del primer tercio del XIX, esas quejas han tenido vigencia mucho después. Lo peor era «la maldita costumbre de guardarlo en pellejos nauseabundos», que le daban al vino todo tipo de olores y sabores desagradables.

Casanova: el vino de Valènciael de Alicante

Con todo, los más críticos con el vino español han sido siempre los franceses. Victor Hugo hablaba de tres cosas horribles en España: los caminos, las pulgas y la comida. Dos productos le repugnaron particularmente: el aceite y el vino, que calificaba de «execrable». Los franceses son poco objetivos cuando comparan con su propia realidad, pero le reconocían al vino de España la pureza y la fortaleza que no tenía el suyo: esa opinión la condicionaba el hecho de que el burdeos se mezclaba habitualmente, en el XVIII y el XIX, con vinos mediterráneos, para darle grado y color, y eso determinaría la convicción de que en España se vendía el vino sin aguar, a diferencia de lo que solía pasar en Francia. Los franceses también importaban aguardientes para mezclarlos con los suyos. Del puerto de Alicante se exportaron en 1782 unos cien mil toneles de «coñac». El de Murviedro, ciudad que aún no había resucitado su denominación romana de Sagunto, era el más apreciado.

Con los italianos la cosa no iba mejor, pero cierta anécdota permite sacar pecho. Giacomo Casanova calificó lo que le sirvieron en Valencia de «detestable y verdadero veneno», y se preguntaba cómo era posible que eso pasara tan cerca de Alicante, cuyo vino consideraba magnífico. El fondillón tuvo prestigio en Francia, donde abundaba el vino de aquí: según Étienne de Silhouette, «vino tinto» y «alicante» llegaron a ser sinónimos. A Théophile Gautier no le satisfizo tanto como esperaba, quizá, una vez más, por el gusto que le había dado la bota. Charles Davillier fue inequívoco: «Los méritos más sólidos de Alicante nos parecieron primero sus famosos vinos y luego sus turrones de almendra».

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