Un salvoconducto que, en la medida en que facilitaba el paso de los diferentes bandos en zonas en conflicto armado, tejía relaciones con militares aliados. 

Cuando iban en patrullas el intercambio de las raciones de previsión se hacía -como moneda de cambio- en los diferentes checkpoint (puntos de control de paso situados en las vías de comunicación), que montaban unos y otros; lo que les facilitaba el paso por ese moderno fielato.

El suministro del rancho militar a nuestros contingentes corría a cargo de varias empresas, que posteriormente se unieron en una, encargada del abastecimiento de raciones individuales de combate.

 Los soldados españoles intercambiaban con militares de otros países, fundamentalmente estadounidenses e italianos, su soldada alimenticia a cambio de paquetes de cigarrillos, sobres para preparar la pasta y material militar.

A los americanos, acostumbrados a sus raciones no precisamente suculentas, les venía bien el trueque de conservas españolas (judías con chorizo, lentejas, callos, sardinas, frutas en almíbar o lo que fuera) por prendas y equipos de uso individual: mantas americanas, de material muy ligero y flexible, que permite doblarse en menos volumen que un balón de fútbol y proporciona mucho calor, cantimploras, chaquetones o guantes de combate. 

Testimonios fiables coinciden en afirmar que a los militares de otros países les chiflaba nuestra fabada, a años luz de aquel «queso de posguerra», remedio de media mañana en los patios de los colegios e institutos españoles.

Quizás se trataba, entonces, de compensar que el Régimen se había quedado fuera de la próvida lluvia con la que el Plan Marshall distinguió a las democracias europeas.

 Quién iba a decir que la fabada, ese tesoro de la gastronomía española, se convertiría en manjar codiciado por combatientes mendicantes, hartos de no desagraviar al paladar, siendo objeto de canje, en zonas convulsas o situaciones de conflicto armado, como Kosovo, Líbano o Afganistán. 

Este año, por mor de la peste sistémica, el acto de entrega de los premios Princesa de Asturias (cuando el discurso del jefe del Estado es menos manoseado y más esperado), verá limitada la presencia de invitados (solo premiados y autoridades), en un escenario distinto (el Salón Covadonga del hotel de la Reconquista, en lugar del eterno teatro Campoamor).

A través del tiempo, el reencuentro en Oviedo con amigos de distinto oficio y obediencia, ha permitido compaginar los concilios con placeres añadidos -conversación y buena compañía- que ofrece la cocina.

La última vez se trató de una cena en Casa Gerardo, en Prendes, el mítico buque insignia de la fabada, con el filántropo y humanista Plácido Arango y el historiador y ensayista mexicano Enrique Krauze.

Aquella cena resultó ocasión propicia para departir sobre «el enojo democrático» –en afortunada expresión de Krauze– mezcla de asombro e indignación, en una sociedad atónita ante la codicia de quienes, ayudados de circunstancias inquietantes «convierten el dinero púbico en botín privado».

Lo que derivó en una animada velada a propósito del cultivo del populismo, objeto de estudio por el editor de la revista cultural Letras Libres (heredera de Vuelta, tras el fallecimiento de Octavio Paz). Krauze mostró su indignación con la impugnación del Régimen del 78, «nacieron en una burbuja de la Complutense y confunden la realidad con su maqueta teórica», al tiempo que recordó la admiración que suscitó en Vuelta la Transición española.

Desde hace más de un siglo, la familia Morán (en la actualidad, Pedro, el patriarca y Marcos, su hijo; cuarta y quinta generación), ha sabido gestionar el éxito, manteniendo en la vanguardia una casona asturiana de finales del siglo XIX, antigua casa de postas (parada donde tomaban caballos de refresco los correos) que, en sus comienzos aglutinaba una tienda-bar, estafeta de correos, sidrería y casa de comidas y ahora con reconocimiento internacional.

Tras el incendio de 1987, la apuesta estratégica fue emprender una costosa reforma y seguir allí, en Prendes, entorno natural entre Gijón y Avilés, al borde de la carretera y al pie del cañón.

Después de la reconstrucción, un restaurante de referencia -con viga vista- alberga la catedral de la fabada que, gracias a un estilo propio, recluta innovación y tradición.

El activo de Casa Gerardo es cocinar para otro, con el corazón puesto en el plato y el dueño al pie del cañón, utilizando para ello ingenios evidentes, como una materia prima excelente (tratada con respeto y sensatez) y un celo innegable (orden, limpieza, servicio, cercanía y profesionalidad). 

El rito previo, sin artificios, consistió en un aperitivo a base de: consomé de nécoras, croquetas cuadradas de compango, mantequilla de anchoa y un clásico y el bocadillo crujiente de quesos asturianos, suave entre dos láminas muy finas de masa dulce y quebradiza. Un contraste perfecto.

Sin prisas, con recato y majestad, llegó a la mesa la fabada, que se sigue cocinando como hace un siglo, con los mismos ingredientes, parecidos tiempos y escasas variaciones en el ritual. Alubias blancas de buen tamaño y calibre, enteras y tiernas, con un sabor como a humo. Caldo limpio, ligero y sabroso. Y en plato aparte, cediendo el protagonismo a las fabes, el compango (chorizo, morcilla y hebra) desgrasado.

Aunque más ligera de lo habitual, en el sancta sanctórum de Prendes resulta una pequeña obra de arte: cremosa, fina, untuosa, aromática, elegante. El resultado de la textura de fabes enteras, cocidas al punto exacto, para que se derritan en la boca.

Mientras Plácido Arango y yo, sucumbimos a la rutina de la excelencia, repitiendo fabes, Krauze, con medio siglo a las espaldas de crítica al poder, relató complacido que no le tembló la voz al responder al presidente de su país, «gobierne, no distraiga».

Cuando se aparea el mimo con la pasión, el cierre con excelencia está más que justificado: un arroz con leche que no es de este mundo, con la costra de azúcar quemada. 

La calidad de la lata militar, acólita de la fabada de Casa Gerardo, es portadora de nuestras mejores señas de identidad: variedad, calidad de productos, excelente sabor, exquisita elaboración y conservación. 

Valores que nos ayudarán a superar este tiempo doloroso y para la industria de la hospitalidad y el turismo, que se han visto tan perturbados por la expansión de la pandemia.