Esta crisis sanitaria galopante tiene a la sociedad desquiciada y sin horizonte. Se ha perdido la esperanza de que esta pesadilla termine de alguna forma y nos deje respirar, sin miedos a la enfermedad y a la muerte. La contundencia con la que se desata este virus impregna el ambiente con un tufillo a sufrimiento que impide ver un después, aunque sepamos con toda seguridad que lo habrá.

Cada día que pasa tenemos nueva información sobre los efectos devastadores que tiene en el organismo, que es capaz de atacar indiscriminadamente a toda la población, aunque se cebe más con los mayores, que la inmunidad parece que no dura mucho, que las vacunas avanzan, pero al ritmo de la ciencia que es muy lento para lo que nos gustaría y necesitamos, que ataca a todo el mundo, pero eso no nos consuela, que seguimos careciendo de un plan de acción para seguir viviendo nuestras vidas.

Según parece, no es un virus diseñado para alterar el orden mundial, lo que sería una auténtica canallada, aunque nadie lo sabe fehacientemente. Por su parte, los negacionistas se resisten a entrar en una realidad patente de que los conciudadanos mueren por el virus por más que lo nieguen. Lo único claro y diáfano, es que ha desequilibrado todas las estructuras sociales y económicas del planeta, unas más que otras.

El último eslabón de la cadena de desavenencias no la capitalizan los negacionistas, lo hacen los grupos radicales, supongo que los de siempre, esos grupos que no tienen otros ideales en su vida que los de sembrar el caos allí donde estén. La falta de valores para los grupos violentos es un hecho, como también lo es el fracaso de todo el sistema educativo y social para amortiguar a estos grupos.

Vuelve a ser más que patético, que nuestros gobernantes se enzarcen en polémicas baldías, con el fin único de atribuir la violencia que se está despertando en nuestras calles a la extrema derecha o a la extrema izquierda, dejando a un lado la búsqueda de soluciones para toda la ciudadanía, que como siempre, se encuentra en la más fragrante de las indefensiones.

Resulta imperioso marcar una hoja de ruta para luchar contra el enemigo común, que no tiene ideología que sepamos, pero que marca el ritmo aciago de nuestras vidas de una forma impune. Las desavenencias las tenemos que dejar para tiempos mejores, cuando no esté en juego la salud y la vida de tantos compatriotas.