A estas alturas de la Historia, exigirle a un autor un texto 100% original es una entelequia. Hallar un párrafo inédito o desenterrar una oración sorprendente por su estructura entre las páginas satinadas de las revistas, el papel timbrado en tinta de los periódicos, las hojas de letra minúscula de los libros, los versos de una canción o los terabytes de internet constituye una labor de arqueólogo. Ya nadie canta eureka en la literatura. Es improbable descubrir en el arramblar relajado de la lectura una composición que no hayan escrito antes Quevedo o Cervantes; una concatenación de frases que no nos recuerde a James Joyce o a Marcel Proust; un estilo de escritura que no nos traslade a Kerouac o Bukowski. Tan difícil como escuchar un riff de guitarra que no haya inventado Keith Richards.

Incluso novelas que sorprenden en este infame primer cuarto de siglo (recomiendo «2666», de Roberto Bolaño) nos remiten indefectiblemente al Ulises de Joyce, a Tolstoi y a Dostoievski. Me consuela pensar que en tiempos de los maestros alguien llegara a esta misma conclusión. La originalidad acabó con el dadaísmo de Tzara, el cadáver exquisito y el surrealismo de Bréton, y aun así, nada de aquello tenía mucho sentido. La sensación de lo ya conocido y de que todo está escrito ya. Los Nobel firmaron el acta de rendición al concederle el merecido reconocimiento a Bob Dylan, un ladrón de manual.

El abecedario español encorseta la escritura en 27 letras como el pentagrama lo hace en siete notas. A partir de ellas, el resto conforma variaciones sobre un mismo tema. La c con la hache forma la ch del mismo modo que entre fa y sol hay un fa sostenido o un sol bemol. La gracia radica en saber combinar los elementos de formas tan finitas o infinitas como el Manual de instrucciones de un cubo de Rubik. Pero todo obedece a los mismos patrones y a las mismas rutinas. La literatura se esconde estos días en un máximo de 280 caracteres, con sentencias como trallazos, en millones de frases que podrían adornar las galeradas de un libro de ensayo o la gran novela americana. Entre una maraña de odio y faltas de ortografía se ocultan a hurtadillas aprendices de Scott Fitzgerald y discípulos de Stendhal. En esto consiste también la nueva normalidad del arte, de la misma forma que el Photoshop ha invadido la fotografía o los sprays, la pintura; los móviles, el cine y la televisión; la arena de playa, la escultura efímera; o los módulos de plástico, la arquitectura. La pintura tocó techo con Mondrian y sus infantiles trazos verticales y horizontales de delineante, pero fue el primero en hacerlo y de ahí su grandeza. El arte envejece porque envejecen sus artistas; el rock y el pop envejecen porque envejecen Jagger y McCartney, como luego murieron Bowie, Bolan, Jackson y Lennon y antes Hendrix y Joplin. Pero el rock ya había fenecido con Elvis, a partir del cual todo fueron combinaciones sobre siete notas musicales. El fútbol envejeció con la retirada de Pelé, pero ha muerto con Maradona. Desde ahora todo serán variaciones sobre la misma jugada porque los críos de Villa Fiorito querrán marcar goles con la mano y emular el gambeteo del ídolo, como lo harán también miles de niños en campos de césped artificial y en tantos descampados salpicados de barro y polvo en Europa, África y Latinoamérica.

Lo mismo sirve para el arte, para la literatura, para la pintura. Nacerán nuevos artistas que basarán sus creaciones en el movimiento anterior y surgirá un nuevo genio que los referencie a todos. En el arte ya está todo inventado. En el fútbol también. Solo nos quedan la tecnología y la ciencia para continuar con nuestra fase evolutiva hacia otras edades del hombre y la mujer. Lo demás -ya se ha dicho- es literatura.