¿Cómo se decidió a afrontar la escritura de las memorias?

En gran medida, por consejo de mi editora María Cifuentes, cuyo criterio y amistad siempre he valorado muchísimo. También fue decisivo el respaldo de Joan Tarrida, director ejecutivo de Galaxia Gütenberg.

Su abuelo era una figura muy relevante, de la que ofrece un perfil más íntimo. Con el paso de los años, ¿qué cree que le influyó más, ese perfil familiar o su ejemplo como un intelectual comprometido?

Para mí resulta inseparable lo uno de lo otro. Ciertamente, fue un abuelo muy entrañable y cercano que siempre me estimulaba, y, con el tiempo, su figura se convirtió en mi principal referencia. Esto último comportó también un problema de identidad, y, por ello, decidí no acogerme a su sombra benéfica para no ir de nieto por la vida.

Usted trabajó contra el franquismo en la clandestinidad, en los últimos años de la dictadura. ¿Por qué abandonó la política una vez que se alcanzó la democracia? ¿Le decepcionó la deriva partidista de la política?

Milité en la clandestinidad contra la dictadura desde 1959 hasta la Transición, pero, como cuento en mi libro, ya en la Facultad decidí no dedicarme a la política, aunque sí a hacer política desde la sociedad civil. Y es que, en democracia, la política es una responsabilidad última de todos los ciudadanos, no solamente de los políticos ejercientes, y, por tanto, desde la sociedad civil también podemos, y debemos, defender nuestras convicciones políticas.

Como hombre de la Transición, ¿le duele que en la actualidad haya quien trate de desvirtuar o minimizar los logros de aquella época?

Se trata de un fenómeno minoritario de negacionismo que tiene diversas explicaciones. En primer lugar, la de la ignorancia, esto es, el desconocimiento de nuestra historia, olvidando que sin pasado no hay futuro. También hay algunos que, cuando rechazan la Transición y la monarquía, en realidad están rechazando la democracia. Nunca olvido el inmenso cartel colocado en la fachada de una casa que presidía la Puerta del Sol, en mayo de 2011. Representaba una inmensa urna con el siguiente lema: «La urna es nuestro problema». Y es que, ciertamente, hay muchos que se autocalifican como demócratas y no lo son.

¿Cree, como algunos analistas, que asistimos al peor escenario político de la democracia, en el momento en que pasamos por el peor momento de la historia reciente de España?

Estoy convencido de que estamos viviendo el peor momento de la historia reciente de España. Más de 50.000 muertos, seis millones de españoles en situación de exclusión social y una crisis económica de consecuencias todavía incalculables. A esto se añade un escenario político en el que los principales partidos no son capaces de dialogar para pactar las medidas necesarias para afrontar esta situación. La responsabilidad de la pandemia no tiene color político y tampoco deberían tenerlo las soluciones. Más de un 70% de la ciudadanía reclama una política de consenso como la que, por ejemplo, representa el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida.

En aquellos momentos finales de la dictadura, usted iniciaba su carrera en el Banco Urquijo. ¿Era muy diferente aquella actividad bancaria con la de hoy día? ¿Los bancos pueden haber perdido algo de cercanía al cliente en estos años?

Vivimos en un mundo de cambio acelerado, en gran parte, por los fenómenos de la globalización y la digitalización. También la banca se ha transformado. Una muestra muy notable de las consecuencias de ese cambio lo representan las cajas de ahorros, que en aquel tiempo representaban el 50% del sistema financiero y, hoy, prácticamente, han desaparecido.

Otro aspecto en el que ha destacado es en su vertiente como colaborador en los medios, ya desde sus años en la Universidad. ¿Cuál era para usted el atractivo de este ámbito?

Uno de los grandes cambios de la democracia fue la existencia de una prensa independiente del control político, no sujeta, por tanto, a la censura. Mi interés por los medios viene unido a mi activismo político de entonces, y eso fue lo que también me llevó a participar en el proyecto de El País. Pero, posiblemente, tenga en mí un arraigo anterior. Como cuento en el libro, mi bisabuelo, Miguel Moya, director de El Liberal y uno de los periodistas más influyentes de su tiempo, ha sido una figura cuyo recuerdo ha estado muy presente en mi familia.

¿Cómo logró El País ir sorteando los sucesivos intentos de los poderes políticos por asumir su control?

Con carácter general, la prensa, para ser independiente, tiene que ser también viable económicamente. Gracias a Jesús Polanco El País nació así. Recientemente, me he incorporado al consejo de administración de El Español porque, además de la personalidad de su director, Pedro J., también es un proyecto económicamente viable.

Escribe con cierto dolor de su salida del grupo Prisa, en 2017, en el marco del cambio en la presidencia que marcó el final de la etapa de Juan Luis Cebrián. ¿Por qué no se pudo concretar una transición menos traumática en el grupo?

Aquello no fue fruto de una transición, sino un verdadero golpe de poder en el ámbito de Prisa, que cuento con detalle en mis memorias. El pasado 21 de diciembre, se ha dado otro golpe semejante en Prisa, pero de signo contrario, por quienes entonces perdieron la votación. Tres años después, el contador se pone a cero.

Desde su experiencia, ¿cómo ve el presente y el futuro de los medios?

El fenómeno de la digitalización es imparable y queda por definir cómo quedará la edición en papel. Este es un cambio esencial entre el presente y el futuro, pero el rol de los medios en una sociedad democrática seguirá siendo el mismo.

Ya en los años ochenta, comienza a mostrar su inclinación por la defensa del patrimonio cultural, con aquella iniciativa para salvar Toledo, que propició la creación de la Real Fundación de Toledo. ¿Cómo lograron aunar tantas voluntades y consensuar tantos intereses para crear este organismo?

Aquella iniciativa comenzó muy modestamente, pero llamó la atención sobre el proceso especulativo que estaba destruyendo Toledo. Y con el esfuerzo de todos los que entonces la promovimos, la Real Fundación de Toledo llegó a convertirse en una institución de referencia en la defensa del patrimonio.

¿Cómo ve la defensa del patrimonio en la actualidad? ¿Tiene la sensación de que la ciudadanía ha perdido algo de empuje para luchar por estas iniciativas?

La existencia de una legislación estatal y autonómica ha sido el gran logro de las distintas iniciativas que se promovieron en los años 80 en defensa del patrimonio. Por tanto, es natural que los movimientos de opinión pública se hayan aquietado. Siempre cabe mejorar esta legislación, y a mí me consta la gran sensibilidad que tiene al respecto José Manuel Rodríguez-Uribes, nuestro excelente ministro de Cultura.

Según relata, la Real Fundación de Toledo estuvo al borde de la disolución a comienzos de 2020. Superada esa crisis, ¿cómo ve el futuro de la entidad?

Xandra Falcó es la nueva presidenta y bajo su liderazgo estamos estudiando cuál es el papel social que, en este nuevo contexto de un patrimonio protegido, debe tener una institución como la Real Fundación. Por ejemplo, en el ámbito de los conventos de clausura que se están cerrando en Toledo y que cuentan con un patrimonio artístico de extraordinaria importancia. Para definir el futuro de la Fundación se está dialogando también con el ministro de Cultura, el presidente de la Junta y la alcaldesa de Toledo, con el fin de que la Real Fundación siga siendo un lugar encuentro entre las Administraciones Públicas y la sociedad civil.

En 1995 se incorpora al Patronato de la Fundación del Teatro Lírico y participa activamente en la reapertura del Teatro Real, en 1997. Pero dimite rápidamente ante el interés del primer Gobierno de José María Aznar por politizar la programación y ante el despido inminente de Elena Salgado, que era la directora general, por orden del entonces secretario de Estado de Cultura, Miguel Ángel Cortés. ¿Por qué cree que actuó así Cortés?

Yo intenté, por pedírmelo Esperanza Aguirre, ministra de Cultura, convencer a Miguel Ángel de que la política debía respetar el excelente proyecto que teníamos en el Teatro Real. Pero no lo logré. La propia Esperanza publicó después que ella quiso defender a Elena y también a Stephan Lissner, que era el director artístico. Miguel Ángel, que es una persona muy valiosa e inteligente, no sabía nada de ópera y, equivocadamente, achacó la programación que teníamos preparada a una «politización izquierdista». Tras el cese de Elena, dimitimos Emilio Lledó, Alberto Zedda, Luis de Pablo, Isabel Penagos y yo, y, semanas después, también dimitió Stéphane Lissner. La ambición artística del proyecto se vino al suelo.

En ese momento también se decide la separación del Teatro de la Zarzuela y el Teatro Real, algo que usted lamenta. Se ha hablado en los últimos años de una unificación, ¿cree que sería lo mejor?

No tengo ninguna duda de que hubiese sido lo mejor, y, sobre todo, para el género lírico de la zarzuela. Un solo proyecto, con dos escenarios, por definición es más razonable que dos teatros, ambos dependientes del Ministerio de Cultura, programando por separado óperas y zarzuelas en ambos escenarios y duplicando inútilmente sus costes. El argumento que se utilizó en contra del proyecto fue que se estaba privatizando el Teatro de la Zarzuela, cuando la Fundación del Teatro Real es, legal y funcionalmente, una institución pública adscrita al Ministerio de Cultura. Esta evidente mentira dejó al descubierto que quienes se oponían solo defendían intereses corporativos.

En el año 2004 se incorporó al patronato del Teatro Real, y en 2007 fue elegido como el primer presidente independiente. ¿Hasta qué punto fue clave ese cambio estatutario para garantizar la independencia del Teatro Real? ¿Está blindada la institución ante posibles injerencias políticas como las del año 1997?

La Fundación del Teatro Real no es una institución privada, sino pública, y, en este sentido, está sujeta, vocacional y estatutariamente, a la política cultural del Ministerio de Cultura, y también de la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid. Lo que se logró en 2008 fue autonomía y estabilidad en la gestión. Entre 1996 y 2007, el Teatro Real tuvo seis presidentes –tres ministros de Cultura del PSOE y tres del PP–, y cada uno de ellos impuso un equipo de dirección distinto. Como consecuencia de esta inestabilidad, el Teatro Real no salió de la irrelevancia.

¿Y en adelante?

Entre 2008 y la actualidad, hemos tenido solo dos directores artísticos, ambos excepcionales –Gerard Mortier y Joan Matabosch– y, desde 2012, un extraordinario director general, Ignacio García-Belenguer.

¿Cuál cree que ha sido el mayor logro de su etapa al frente del patronato del Teatro Real?

Abrir el teatro en los «tiempos del cólera» como una bandera de resistencia y esperanza. Recientemente, la Society Press ha publicado un artículo sobre la situación de la ópera en el mundo, en el que destaca que el Teatro Real de Madrid ha sido el único teatro de ópera relevante en el mundo que ha abierto sus puertas, manteniendo, al tiempo, las necesarias medidas sanitarias de seguridad.

¿Cuándo podemos volver a los teatros con normalidad?

Creo que a partir de septiembre de 2021 habremos vencido la pandemia y recuperaremos la normalidad perdida, en casi todos los ámbitos, también en el teatral.

¿El Teatro Real y otras instituciones culturales sufrirán durante años los estragos causados por el covid-19 o confía en una recuperación relativamente rápida del sector?

El Teatro Real no tenía ninguna deuda y contaba con una estructura de costes muy ajustada. En este ejercicio, registraremos pérdidas de unos 9 millones que el año próximo serán mucho menores. Estoy convencido de que en los dos años siguientes las habremos amortizado. Afortunadamente, los bajos tipos de interés facilitarán esta recuperación.