Un amplio porcentaje de los problemas que llegan a mi consulta tienen que ver con problemas de relación o de convivencia entre padres e hijos. Esto suele darse con mayor frecuencia en niños que en niñas, y es a partir de los 11-12 años cuando comienzan a crecer en intensidad. Antes de esta edad, el niño es demasiado niño como para llegar a mostrar cierto tipo de conductas como la agresividad o el desafío, a la vez que los padres todavía mantienen esa capacidad de ser autoridad ante el niño.

Otro de los motivos del incremento de estos problemas, además de la llegada de la preadolescencia, es que a estas edades los niños comienzan a querer cosas que rozan los límites que los padres imponen en la crianza. Querer pasar más tiempo fuera de casa, llegar más tarde, hacer ciertas actividades o no querer algunas otras (principalmente deberes) son situaciones que habitualmente generan conflictos entre padres e hijos, lo cual si se mantiene en el tiempo puede afectar de manera permanente a la relación de los miembros de la familia.

Estos conflictos son sencillos de explicar: lo que desean los padres en ciertas situaciones es diametralmente opuesto a lo que quieren los niños. En el caso del uso de la videoconsola, por ejemplo, los padres desearían que el chico jugase solo media hora y solo cuando haya acabado todo el trabajo escolar. Por su parte, el chico alega que llega muy cansado del instituto y que no ve nada malo en jugar hasta las 17 horas aproximadamente para relajarse y ya ponerse a hacer los deberes. Estas situaciones son las que provocan que una familia acuda a la consulta de un psicólogo y mi planteamiento es siempre el mismo: llegar a acuerdos.

El acuerdo es necesario porque el «porque yo lo digo» no funciona. Igual funciona para que el hijo no utilice la consola (si es que la requisamos, por ejemplo) pero no ayuda a que el chico entienda por qué no es positivo para él realizar ese uso. El chico cumplirá no porque esté convencido de la buena fe de sus padres sino más bien al contrario: atribuirá una intención negativa a sus padres y el «lo único que quieren es fastidiarme» rondará su cabeza y generará hostilidad hacia ellos. Eso comenzará un ciclo de relaciones negativas que, como decía anteriormente, puede llevar a estropear de manera significativa el clima familiar.

Algunos padres creen que llegar a acuerdos significa perder su autoridad al darle el poder de decisión a sus hijos, pero nada más lejos de la realidad. Llegar a acuerdos implica conversar, que ambas partes se sienten en un sofá y escuchen las motivaciones del otro. Este proceso de negociación será el que ayude a entender a los padres que con las consolas actuales, con 30 minutos de juego no te da tiempo casi ni a arrancar la consola. Y el chico probablemente entienda que jugar un largo rato antes de ponerse a hacer los deberes no es lo mejor para su atención y su capacidad de pensar con claridad. Este diálogo debe dar como resultado un acuerdo, un punto medio en el que se encuentren las dos partes, satisfechas pese a no haber conseguido lo que planteaban en un inicio.

Con los padres en mi consulta utilizo la metáfora del camino para hacerles entender que la negociación no implica pérdida de autoridad. Cada familia impone unos límites, como si marcaran un camino. Los padres prefieren que sus hijos recorran ese camino justo por el centro, alejándose de las peligrosas orillas. Pero a veces es necesario adaptarse a las necesidades de ese niño que es cada vez menos niño, y debemos permitirle andar más cerca del límite del camino. De ese camino que los padres marcan porque creen que es el mejor para su hijo, sin dejarle salirse pero permitiéndole alejarse un poco del centro. Dar libertad dentro de los límites: eso es lo que realmente funciona en la crianza de un hijo.

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