Cuando el suicidio de Robin Williams salió a la luz en agosto de 2014, la prensa se centró en su batalla contra la depresión y sus pasadas adicciones al alcohol y la cocaína. También se especuló sobre posibles problemas económicos, y se mencionó la pérdida progresiva de poder taquillero que había sufrido en los últimos años. Algunos asumieron que quizá el actor respondía al arquetipo del payaso triste, desesperado por hacer reír pero desconsolado por dentro.

La verdad, descubrió la autopsia, es que había pasado sus últimos años azotado por la demencia con cuerpos de Lewy (LBD), un proceso neurodegenerativo más desconocido y mucho más rápido y letal que el Alzheimer, que provoca la formación de depósitos de proteínas anormales en el cerebro y no solo complica las más básicas funciones cognitivas sino que causa problemas motrices, ansiedad, alucinaciones, paranoia e insomnio. El suicidio, aseguran los expertos, es común entre quienes lo sufren.

El impacto de la LBD en Williams es el asunto central de El deseo de Robin, documental recién estrenado en España a través de Filmin con el que Susan Schneider Williams rinde tributo a quien fue su marido durante más de una década, pone los puntos sobre las íes acerca de su muerte e intenta arrojar luz sobre la enfermedad. «Si hubiéramos tenido un diagnóstico exacto a tiempo, quizá mi marido podría haber encontrado cierta paz», lamenta la viuda, que ha producido la película y es su narradora.

Williams siempre fue un intérprete polifacético, a la vez un monologuista hilarante capaz de hacer funcionar su cuerpo y su mente frenéticamente en todas direcciones, una carismática estrella de Hollywood en comedias para todos los públicos -La señora Doubtfire (1993), Jumanji (1995)- y un actor capaz de explorar profundidades psicológicas en dramas como El club de los poetas muertos (1989) y El indomable Will Hunting (1997).

Todas esas caras se fueron desdibujando con la LBD. «Es una enfermedad devastadora, irreversible, y siempre fatal», explica en la película uno de los doctores que intervienen en ella. «Robin llegó a tener su cerebro completamente invadido por ella, es un milagro que fuera capaz siquiera de moverse».

Ataques de pánico

Todo empezó con unos dolores de estómago. Después empezó a sufrir temblores en la mano y pérdidas excesivas de peso, y después llegaron los ataques de pánico, los delirios y los apagones mentales. Durante el rodaje de su última película, Noche en el museo 3: El secreto del faraón (2014), Williams era prácticamente incapaz de recordar sus diálogos. «En el equipo todos nos dimos cuenta de que su cerebro no iba a la misma velocidad, y de que eso lo atormentaba», recuerda el director Shawn Levy. «Un día me dijo: ‘Siento que ya no soy yo mismo’». Poco después le fue diagnosticada la enfermedad de Parkinson, pero tanto él como su esposa sabían que el problema era otro y decidieron acudir a un centro de tratamiento neurocognitivo. Una semana antes de su cita, el actor se quitó la vida.

Para sorpresa de nadie, el retrato que El deseo de Robin ofrece de Williams es el de un hombre brillante, cálido y generoso, que visitaba a los soldados estadounidenses destinados en Iraq y Afganistán y que logró hacer reír a su amigo Christopher Reeve cuando este sufrió el accidente que lo dejó tetrapléjico -se presentó en el hospital fingiendo ser un proctólogo ruso-; que vivía alejado de Hollywood y disfrutaba visitando a sus vecinos y practicando el ciclismo, y para quien no había nada más importante que hacer feliz. «Por eso es importante que se sepa la verdad sobre Robin», opina el productor David E. Kelley, para quien el actor ofreció una de sus interpretaciones finales en la sitcom The Crazy Ones. «Porque siempre fue un modelo de conducta, y su suicidio pudo llevar a mucha gente a pensar que no era un ser humano tan especial como creían. Pero sí lo era».