Cuando la editorial Gallimard le propuso ilustrar La metamorfosis, entendió que le encargaban trabajar con la obra del mismo título de Ovidio. 

Sí, durante un año o más pensaba que querían que hiciera a Ovidio. Incluso me llevé a Ovidio conmigo a un viaje, pero, ¿sabe? No pasa nada, siempre está bien leer a Ovidio, no hace mal. 

Usted dice que el «bicho raro» de Kafka siempre le impresionó; especialmente su libro sobre Samsa. 

Me sobrecogió tanto cuando lo leí por primera vez que cuando lo terminé lo volví a empezar el mismo día. Y me acuerdo de que en mis cuadernos de la época, cuando tenía 13 ó 14 años, escribí: «Ir a Palma y comprar todo lo que encuentre de Kafka». Que entonces era poco. Pero La metamorfosis siempre fue especial, uno se siente muy identificado: siempre he pensado que tiene esa cosa de pesadilla del adolescente, que se despierta con una erección, como un monstruo como Samsa que no sabe qué hacer con el deseo. Y creo también que es un retrato del artista, del malestar, de la inquietud. 

La bienvenida a su Metamorfosis en el Museo Picasso Málaga la da con un pequeño autorretrato muy singular...

Sí, un autorretrato ahumado y fumado [Risas] A veces los cuadros que me salen mal o no me gustan, antes de destruirlos, les dejo una última chance, ahumarlos y después, rascando, sale algo. Si no, van directamente al fuego. Éste me terminó gustando cómo quedó.

Usted dice que cuando revisa su obra se da cuenta de que es más autobiográfica de lo que creía.

Me he pintado mucho a mí mismo, a veces delante de un espejo, a veces como un animal; no por vanidad ni nada, sino porque es la única cosa digamos legítima: en algunas ocasiones he pintado a una señora desnuda pero porque estaba por ahí, porque si no me habría parecido una impostura; pero pintarme a mí era como más natural. Mire, tengo más de 400 cuadernos con mis dibujos, acuarelas, a veces con escritos casi diarios, a veces sin palabras, pero siempre están la fecha y el lugar. Desde hace muchos años no he vendido ni arrancado jamás una hoja. Antes no sabía muy bien por qué, era algo que no quería que los marchantes me quitaran, pero ahora voy sospechando que se trata de una obra en proceso que tendrá sentido algún día. Terminará siendo, supongo, un gran autorretrato.

Religión y sexo también están muy presentes en Metamorfosis, con importantes erecciones.

Es que lo religioso es muy sexual. Ahora que habla de las erecciones, cuando gané dinero por primera vez, compré mi taller en Mallorca, en una montaña así como muy fálica, y mi ex mujer me dijo: «Te has comprado esta montaña porque es fálica». Y el único problema que no tengo es justo este, lo único que me funciona bien es esta parte [se señala su entrepierna].

Con el sexo bien, ¿y con la religión?

Cuando era muy joven, odiaba a muerte lo religioso. Me he criado en ese ambiente, con la primera comunión, con la idea del infierno... Todo cambió cuando leí en un libro a alguien que, citando a Nietzsche, decía que Dios era una invención del hombre. Ahí pensé: «Ergo eso del infierno tal vez no me toca». Como la mili. Me he ido librando. 

La intuición caracteriza su obra. ¿Cómo la hace dialogar con la reflexión?

La reflexión siempre llega antes o después, pero nunca durante, es paralizante para mí. Me gusta citar a Raymond Roussel, que creó todo un sistema de juegos de palabras, metonimias y cosas así para escribir; yo no tengo un sistema que pueda especificar, ojalá. 

Quizás no lo tenga porque sólo estudió Bellas Artes una semana.

[Risas] Mi director de Bellas Artes era un gran experto en Ribera. Cuando yo tenía 17 años, en Barcelona en 1974, estaba todo el día en la calle, en Las Ramblas; ese hombre y Ribera eran mis enemigos, mis amigos eran los dibujantes underground. Una vez en una conferencia, en El Prado, creo, dijo: «Cuando fui director el mejor alumno fue Miquel Barceló». «¡Pero si estuve una semana!», le dije. Y me contestó: «¡Pues aprovechó usted muy bien el tiempo!» [Risas]. 

Una de las piezas de Metamorfosis es una cerámica que, por un error confeso, se va deshaciendo. ¿Qué importancia tiene el error en su obra?

Todo es un error, de una forma u otra, o una suma de errores, accidentes, a veces felices accidentes. En este caso fue una estupidez: puse una arena que en el horno se transformó en cal y con la humedad se va cayendo. No sé cuánto va a durar, pero me gusta que sea así. Yo hago muchas obras que son efímeras. Que una obra dure o no dure no es lo importante, como si es grande o pequeña. Quién sabe lo que nos va a sobrevivir. Fíjese, un rayo, un accidente cósmico, haría desaparecer todo lo digital, toda la memoria ésta cloud en la que tenemos media vida; nos quedaría la memoria, los poemas que sabes de memoria... Yo a mis hijos cada día les hago aprender un poema de memoria, les doy dinero a cambio [Risas]. 

Dice que su obra es una «digresión continua».

La vida lo es. Pero cuando veo mi obra parece que tenga sentido, que tiene una especie de coherencia involuntaria. Cuando era muy joven estaba prohibida la contradicción: en las asambleas, en las que eran todos muy marxistas, la contradicción era tabú, los artistas tenían que ser muy coherentes. Yo me di cuenta de que la coherencia no era lo mío: yo decía una cosa por la mañana y otra por la tarde. Reivindiqué mi naturaleza, ser capaz de asumir mi contradicción, que un cuadro empiece de una manera y termine de otra. Es, además, una lección de humildad enorme.