El montaje se sostiene bien en pie porque ofrece una buena arquitectura creada a partir de la novela del mexicano Juan Rulfo, uno de los clásicos de la narrativa hispanoamericana, que obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1983, y precursor del realismo mágico que las páginas de García Márquez cultivan. Pedro Páramo (1955) nos muestra la adaptación teatral de Pau Miró, la sobria interpretación de Pablo Derqui y Vicky Peña, asumiendo distintos papeles, y la destacada dirección del veterano Mario Gas, sólidos pilares donde se asienta la atención de los espectadores del Principal. La vida y la muerte dan combustible a los aires misteriosos de una obra dramática que acoge la esencia y los fragmentos de la compleja estructura del texto original. La simbólica estética que imprime el director se apoya en la palabra de Rulfo con dramaturgia de Miró, o en la escenografía de Sebastià Brosa, el diseño de luces de Paco Ariza, la videoescena de Álvaro Luna y el espacio sonoro y la música de Orestes Gas. La unión de esos elementos, eminentemente teatrales, y el trabajo actoral logran que la coproducción del Teatro Romea, Festival Grec y Teatro Español adquiera un relieve que el público recompensa.
Todo ello para exponer la llegada de un hijo a una fantasmal aldea en la que el padre, al que no conoció, fue un cacique con los habitantes y su esposa, a la que engaña. Se rememora el pasado de la población y surgen los variados personajes que están muertos. Derqui relata a los espectadores cuando toca. Peña, entre otras competencias actorales que destacan, es narradora también. Avanzando y retrocediendo en el tiempo, distinguimos la versatilidad y el control de los intérpretes con los cambios de actuación que reclaman los pasajes y sus historias sobre violencia, pasión o vejatorios abusos de poder a lo largo de casi dos excesivas horas. El ritmo es deliberadamente lento, y el interés textual es relativo tanto en forma de diálogo como de monólogos con sus discursivas descripciones.
