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Aquel 24 de junio

Aquel 24 de junio | RAFA ARJONES

El día había amanecido sofocante, con ese calor que sólo en Alicante conocen, húmedo, hiriente. Irene se levantó pronto, como de costumbre. Aquel 24 de junio estaba extrañamente contenta, sin saber muy bien porqué. La ciudad bullía engalanada en guirnaldas y cartón-piedra, perfumada de pólvora y aromas marinos. Una miríada de multicolores bombillas le daba ese aire indefinible de los pueblos festivos.

Sentada ante su taza de té, siempre una taza de té, escuchaba los ecos de la música matutina y los estertores de los trasnochadores postreros, y recordaba aquel otro lejano 24 de junio, de hacía ya 48 años, el año en que ella reinó sobre la ciudad en que había nacido. Una ciudad que entonces parecía morir en la Montañeta, en la que llegar a las playas se tornaba aventura a bordo del alegre trenet. Cuantos recuerdos... los alegres y coloristas desfiles, que presidía desde su imperial carroza, recorriendo la Rambla y las avenidas, la plaza del Ayuntamiento. Aún le parecía percibir el olor del balneario de la Alianza, donde fue coronada, varado en el Postiguet como un viejo bergantín, prolongación marina del rostro de Benacantil, mudo testigo de la historia de la ciudad... Durante todo un año fue embajadora y capitana, escaparate y víctima de un agotador programa que tan sólo pretendía explotar su juvenil belleza. Pero la dicha que sintió durante aquel periodo nadie se la podrá arrebatar jamás, y es eso lo que le queda ahora, 48 años después.

El sol, que lucía impetuoso, reflejó su rostro en un cristal de la cocina. Irene había sido bien tratada por los años. Algunas arrugas no impedían que aún mantuviera su aspecto juvenil, probablemente a causa de unos ojos tan luminosos como el mar en el que le gustaba adentrarse. Por un momento, la mujer vio en aquella imagen a la muchacha de 18 años llena de vida, exultante, pizpireta, que cautivó a toda una ciudad. Y no a la casi anciana condenada a la crónica soledad, a la infelicidad del no poder compartir, a la eterna espera. Recordó, con dolor, al amor de su vida, el único amor. Aquel muchacho de cabellos rizados y manos delicadas que le había jurado amor eterno y en quién creyó con la fe de los enamorados y a quien, seguramente aun hoy, seguía esperando en el fondo de su alma amargada por los duros años de aislamiento, de agotador trabajo, de frustrada existencia. Y recordó con amargura aquel 24 de junio de hace ya 48 años, cuando justo después del gran fuego, en el preciso momento de la conclusión de su reinado, debía encontrarse con su amado para emprender juntos su definitiva singladura, aquel proyecto que ambos gestaron en su apasionado romance, en el que ella supo que había encontrado al único hombre con el que estaba dispuesta a compartir su vida. Aún soñaba muchas noches con sus paseos por la explanada, arriba y abajo, bajo la mirada atenta de su madre desde la terraza del casino; recordaba las sesiones dobles del Capitol, hasta los musicales que ella presidía en el teatro Principal y en los que él conseguía acceder hasta el antepalco para robarle unas breves caricias. Amor, ilusión, pasión... felicidad era el sentimiento que dominaba la existencia de la joven muchacha, la más feliz de la tierra.

Hasta que él, forastero y con deberes pendientes, hubo de partir. Y en su apresurada despedida, la promesa: «Recibirás una carta con el lugar y la hora de nuestra cita... allí te esperaré... siempre...»

Pero la carta jamás llegó.

Irene y su familia hubieron de mudarse entonces y permutaron su casa en la falda del castillo de San Fernando por un piso frente al mar. Y allí esperó en vano, día tras día, año tras año, consumiendo en la triste espera su juventud y su alegría de vivir.

Hacía años que ya no le sucedía, pero aquel 24 de junio sus ojos se volvieron a humedecer al recordar la promesa de aquel muchacho, que brotaba de sus labios mientras se alejaba en el estribo del tren.

Una llamada le sacó de su ensimismamiento. No recibía muchas visitas. Se secó los ojos y abrió la puerta. En el recibidor le aguardaba un anciano de cara familiar. Se presentó; era el hombre que compró la casa del castillo a sus padres, hacía ya más de 40 años. Y aquel hombre le contó atropelladamente el motivo de su visita.

Hacía algunos meses había decidido, por fin, vender la vieja casa, que iba a ser derribada para construir apartamentos. Pero antes de que entrara la definitiva piqueta, el hombre decidió rescatar los elementos valiosos, siquiera afectivamente. Y uno de ellos era el antiguo buzón del correo, grande, de hierro forjado, en el que lucía grabado el escudo de la familia de Irene. Pensó que a ella le gustaría conservarlo y por eso se lo ofrecía como recuerdo de la que fue su casa durante los primeros años de su vida.

Cuando se marchó el anciano, Irene tomó aquella gran caja metálica con sus manos, pero su peso la hizo caer al suelo. El metal oxidado no resistió el impacto y se partió en pequeñas laminas rojizas. Y de allí mismo, de un hueco abierto entre las laminillas oxidadas, cayó un sobre ajado, que –parecía imposible- debía llevar décadas alojado en las entrañas del viejo buzón. En el papel amarillento apenas se adivinaba el nombre de su destinataria: Irene.

La mujer tomó el sobre con delicadeza y con temor: inmediatamente supo de qué se trataba. Con cuidado lo rasgó y extrajo el contenido, un papel en no mejores condiciones. Y en él leyó, con el corazón galopando en su pecho, las palabras que había estado esperando toda su vida: «... 24 de junio... a la una... terraza de la cafetería Miami...»

Aquella noche Irene salió dispuesta a acudir a su cita, aun a sabiendas de que lo hacía con 48 años de retraso. Se arregló con coquetería, como no lo había hecho desde entonces. Caminaba por la ciudad absorta, inmune al griterío, a las luces de colores, a las figuras de cartón que parecían mirarla solo a ella. Desde el Postiguet vio como se iluminaba el cielo alicantino a las doce en punto y se detuvo solo mínimamente ante las ascuas del Ayuntamiento, donde otra niña derramaba sus lágrimas como hiciera ella tantos años atrás. Centenares de jóvenes la rodearon gritando y pidiendo agua con la que aplacar el calor del cercano fuego. Y ella recibió aquella lluvia con gozo, aun ajena como era a esa moderna tradición que no llegó a conocer.

Con parsimonia, con una mezcla de miedo y deseo, se acercó a la terraza del Miami. Y allí, en una mesita retirada, frente a una taza de té, estaba él, inmune al paso del tiempo, como había estado todos y cada uno de los veinticuatro de junio de los últimos cuarenta y ocho años.

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