En la época en que Zalé Arráez y sus secuaces atacaron Villajoyosa -el jueves se cumplirán 483 años y en los dos últimos no se ha podido celebrar el Desembarco que lo rememora-, Moros y Cristianos venían a comer de forma muy parecida. Los cristianos obtenían del cerdo proteínas y grasas, y observaban un complejo calendario de ayunos y abstinencias. Los musulmanes rechazaban ese animal y se abstenían de casi todo durante las horas diurnas del Ramadán. Los primeros bebían vino y los segundos, en principio, no. Por lo demás, sus tradiciones culinarias se parecían tanto que muchos las confunden cuando les asignan una filiación árabe a cosas de origen muy anterior: la olla, el turrón, los gazpachos…

Tomates, patatas, maíz o pimientos se incorporaron a nuestra despensa. | INFORMACIÓN

Por aquel entonces, se escindieron en un contexto de profundas transformaciones gastronómicas. Mientras Robert de Nola revolucionaba nuestro recetario con el primer arroz seco -al horno-, los «adrià» de la época sentaban las bases de la gran cocina occidental, aunque los historiadores suelen situar los cambios más determinantes en el Barroco. En efecto, fue en el siglo XVII cuando los franceses François-Pierre de la Varenne, Pierre de Lune o el autor de L’art de bien traiter -del que sólo se conocen las iniciales LSR- publican recetarios con novedades decisivas. En todo caso, algunas de sus aportaciones aparecen ya en el Renacimiento italiano -un siglo antes-, con lo que el resurgir de la cocina culta en Occidente coincidiría con el «renacer» generalizado de la civilización. Por ejemplo, una aportación atribuida habitualmente al Barroco francés es la técnica del «roux» o ligazón de las salsas con harina, cuando la mismísima bechamel está ya presente en la cocina italiana del Renacimiento. Igual que el foie gras, la llevaron a París los cocineros de Catalina de Médicis cuando se casó con Enrique II de Francia, cuya corte le dio a la gastronomía mayor proyección de la que había tenido en Florencia.

El declive de las especias

Ciertamente, cada época en la historia de la cocina tiene su forma de ligar las salsas. Si el «roux» es la aportación del Renacimiento, los chefs de la Edad Media espesaban los guisos con una picada de almendras y/o pan, tal como sigue haciéndolo hoy «la abuela»: una vez más, la tradición tiene su origen en la inquietud de un profesional. El «roux» fue la ligazón hegemónica en la gastronomía occidental hasta que la Nouvelle Cuisine introdujo las salsas ligadas con nata, cuya implantación duró lo justo. De cualquier modo, en el siglo XXI, la cuestión de «cómo ligar las salsas» dejó paso a otra: ¿Hay realmente alguna necesidad de hacerlo? Gastrodietéticamente, la ligazón le aporta a la salsa una cantidad impertinente de calorías -y de colesterol, en el caso de la nata- a cambio de brillo o sedosidad -cosas más o menos prescindibles- y altera su sabor. Un liviano consomé de espárragos vertido con una jarrita, por ejemplo, fue la respuesta de la vanguardia.

Durante el Barroco, las especias pierden protagonismo y se produce una separación de lo dulce y lo salado tan inédita como netamente occidental: ni El Bulli llegó a transgredir esa convención que, desde entonces, distingue entre platos salados y postres. Hasta el siglo XVII, el azúcar y la miel se utilizaban en guisos y asados como un condimento más, igual que en la cocina árabe actual. Antes, los platos salados y los dulces se sucedían en el menú y tras un pastel podía venir una carne, que además estaría condimentada seguramente con azúcar o miel. La segregación de lo dulce y lo salado hizo desaparecer de la gastronomía europea el sabor agridulce -el equilibrio entre la acidez del vinagre o el agraz y el dulzor del azúcar o la miel-, habitual hasta el XVII y vigente en la cocina árabe. Además, se estableció una división puramente artificial entre especias «dulces» y «saladas»: la canela y la pimienta, por ejemplo. Cayeron en desuso algunos condimentos exóticos propios de las mesas opulentas y se impuso el pimentón americano. Las nuevas rutas comerciales abarataron la pimienta y fulminaron su exclusividad.

Los productos de América

Mientras la cocina árabe conservaba su espíritu medieval, la incorporación de productos americanos transformó radical y gradualmente nuestra despensa. El pimiento, el tomate o la patata estuvieron estigmatizados por distintos motivos hasta el siglo XVIII o incluso el XIX, pero el maíz, las judías, el pavo, el pimentón o el cacahuete se incorporaron inmediatamente como sucedáneos de otros cereales, legumbres, carnes, especias o frutos secos. En el XVII, la moda del chocolate causó furor. Aún era una bebida, como en el país de los aztecas, pero dulce. Tardará en considerarse un alimento y no hace tanto que se consolidó como golosina. ¿A alguien más le viene a la cabeza el Desembarco Moro si le hablan de chocolate en estos días?

En el fondo de todo está el cambio radical que vive la medicina de la época. Desde el siglo V a. C., las especias fueron los medicamentos que prescribía el saber hipocrático. Grecia lo exportó a Persia o a la India, desde donde regresó a Occidente a través del mundo árabe. También llegó a China o a Japón, que nos lo devuelven hoy como algo ancestralmente novedoso. En el XVII entra en crisis y las especias dejan de ser prodigiosas reguladoras de los humores y las temperaturas corporales. La ciencia va sabiendo cosas sobre el azúcar, que, abaratado por nuevas técnicas y cultivos, deja de ser un artículo de lujo.

Se conocía ya su efecto nocivo sobre la dentadura y se intuye su relación con lo que se llamaría «diabetes». Los cocineros optan por confinarlo en la periferia del menú: el postre. De algún modo, la gran transformación gastrodietética del XVII consiste en delimitar la frontera entre la medicina y la cocina, totalmente difusa en la Antigüedad y en la Edad Media. Cuatro siglos después, vuelve a desdibujarse con la renovada preocupación por los aspectos saludables de lo que comemos.