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relatos de verano

La odisea del Stanbrook

La odisea del Stanbrook

Las líneas que siguen pretenden ser un homenaje a Lucinda. Y a su hermano Ismael.

Que fueron.

Como también fueron el mercante Stanbrook y su capitán Andrew Dickinson.

Y el Maritime.

Y como existieron el exilio y los represaliados y los tres largos años de barbarie y el campo de los almendros y los miles de desesperanzados que en la primavera de 1939 enterraron sus ilusiones en el puerto de Alicante.

El mundo no está en peligro por las malas personas si no por aquellas que permiten la maldad. Albert Einstein

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Su padre se empeñó en llamarla Lucinda porque, seguramente, fue el único rayo de luz que iluminó su triste existencia, antes de que la abandonara a los 26 años. Su madre se quedó aguardando a Ismael y se refugió en casa de su abuelo, un prohombre alicantino que la acogió con frialdad tras su unión con aquel «muchacho de ideas extraviadas».

La infancia de Lucinda fue agridulce, zaherida por dos corrientes contrapuestas: El empeño de su abuelo en transformarla en una dulce y coqueta señorita y el de su madre, que le adornaba las eternas tardes frente al mediterráneo con historias de su padre, inculcándole con ellas el germen de la rebeldía y el inconformismo, y en las que éste aparecía como el adalid de la libertad, el paladín de la justicia. Y ella aprendió a amar el idealismo, trufado por delgadas vetas de generosidad y -porque no- de una pizca de hidalguía. Su hermano Ismael resultó algo menos soñador, más apegado a su terruño, aunque eso no fuese necesariamente malo.

Pero la suerte, esa caprichosa derivada del destino, no fue rumbosa con la generación de aquellos niños. Porque cuando aún se estaban asomando a la vida les golpeó con saña, con la mayor de las violencias concebibles, enviándoles una contienda entre hermanos, una guerra civil.

No capitula, desoye los consejos del «vete a casa» tan cotidianos como hirientes

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Ismael apenas contaba con diecisiete años, edad a la que se es muy sensible a las soflamas que pregonan la maldad del enemigo -inmensa, superlativa- por contraste a la excelsa bondad propia. Y marchó casi alegre a combatir al monstruo fascista. Lucinda lo despidió con lágrimas ávidas de reparación, con la ilusión de ver dibujado el heroísmo en la cara imberbe de su hermano.

«A las barricadas, a las barricadas, por el triunfo de la Confederación». Era el hilo conductor de aquellos chavales, que marchaban pertrechados con apenas un hierro que parecía disparar, una vieja casaca, unos bombachos raídos y unas alpargatas con aspecto de claudicar tras unos miles de pasos. Los días se convirtieron para ellos en años, de experiencia, de sufrimiento, de agonía. Envejecieron antes de llegar a la juventud y adquirieron la pátina de pesimismo que otorga el tiempo en las dehesas de la España fraticida. Y eso los afortunados, porque Ismael y miles de Ismaeles ni siquiera llegaron a asomarse a la antesala de la vida.

La contienda se prolongó mucho más de lo que cada bando supuso. Los rebeldes, confiados en su poderío morisco, creyeron poder barrer la península, como un huracán vivificador, y los republicanos esperaban que el fervor del pueblo devolviera a los sediciosos a su exilio, más allá de las fronteras de la piel de toro.

Pero ni unos ni otros consiguieron herir el corazón de su enemigo y la batalla se eternizó en una agonía sangrienta, estéril, letal… Que se llevó consigo a miles de muchachos, tan jóvenes, tan ingenuos, tan idealistas como Ismael.

La primavera engalanaba de blanco los almendros alicantinos aquel año de 1939, cuando hasta su puerto comenzaron a llegar, como hormigas huyendo de un incendio, decenas de miles de refugiados, de defensores de la República que buscaban en el mediterráneo levantino su última opción para escapar del infierno fascista, que se había ido adueñando de la península como una mancha de tinta, coloreando lentamente de azul pueblo tras pueblo, arrebatando al poder consolidado primero provincias, luego regiones, hasta que en el adusto mapa de España solo una ciudad quedó marcada en rojo: Alicante.

A pie, en camiones, en carros, a lomos de desnutridos equinos, civiles y militares, hombres, mujeres y niños sin porvenir, de mirada huidiza y andar cansino, buscaban el muelle de la esperanza. Llegaban por la carretera de Valencia, por la de Ocaña, por la de Murcia o por el camino de Elche y la ciudad hervía en un ir y venir de desahuciados, hambrientos y desalentados, con sus precarias vidas como todo equipaje.

El final de su odisea se vistió entonces de puerto de mar, en una cruel metáfora de serenidad, de paz y libertad. La ciudad dudaba entre su vocación de humanidad y su destino, escrito, implacable. Y hubo gente que escuchó la llamada de su conciencia. Como Lucinda.

Cada tarde, cuando el sol de marzo de acostaba por las lejanas montañas, varias decenas de mujeres se acercaban a los muelles alicantinos. Aportaban lo que tenían, con la honradez de quien ayuda sin esperar nada, la dignidad del menesteroso que solo aspira a compartir su penuria. Y Lucinda buscaba, buscaba y buscaba a su hermano Ismael. Dos años sin saber de él, sin querer aceptar aquella misiva escrita a máquina, aquellas palabras desesperanzadoras, aquella desaparición con olor a muerte.

En cada cara cenicienta, en cada rostro enjuto, huidizo, castigado por el miedo y la venganza, en los ojos hundidos de tantos muchachos de juventud robada… Lucinda creía ver a Ismael, porque quizá había cientos, miles de Ismaeles, hermanados por la crueldad del destino.

Día tras día, Lucinda y muchas como ella confortaban a aquellas piltrafas, sostenidas únicamente por un hilillo de esperanza: huir de las represalias y la muerte, escapar de su destino.

A muchos comunistas les habían prometido barcos para transportarlos a la Unión Soviética, que ellos imaginaban en sus fantasías oníricas como acorazados Potemkin, inmunes a los obuses franquistas. Pero en el puerto de la última ciudad republicana tan solo dos buques aguardaban con cierta gallardía a sus pasajeros. El carbonero Stanbrook y el Maritime, dos mercantes ajados, dispuestos quizás a un último sacrificio.

Lucinda no hallaba a su Ismael, pero en el camino de aceptación encontró centenares, miles de Ismaeles. Y comprendió que el destinatario del amor es menos importante que el propio sentimiento. No fue algo preconcebido, la necesidad que exudaban aquellos parias, su desesperanza, hizo surgir en tantas Lucindas el más humano de los sentimientos: la piedad.

Y así, día tras día se tejió un sentimiento de solidaridad, infiltrado de camaradería, que quizá sea lo opuesto a caridad. Una mirada torva, una sonrisa desdentada, las lágrimas de una madre que intentaba amamantar a su hijo con sus pechos secos… jamás recibió otro pago, nada más hubiera aceptado. Y poco a poco Lucinda se convirtió en una más de aquella turba, compartiendo con ellos su desaliento, su certeza de muerte.

Por fin, el día 28 de marzo el capitán Andrew Dickinson tiende la pasarela del Stanbrook. Enloquecida, la multitud se abalanza sobre el buque, que se satura de humanidad, embarcando a 2.638 pasajeros, atestando camarotes, bodegas, pasillos y sentinas. A las once de la noche zarpa del puerto de Alicante. El barco navega escorado, con la línea de flotación sumergida, comenzando a levantar el ancla. En el muelle, miles de desesperados se agolpan frente al Maritime, que encarna su última oportunidad.

Pero el capitán del mercante solamente acepta a 37 personalidades republicanas, dejando en el muelle a una multitud asolada, sentenciada y ahora castigada por la incomprensión.

Lucinda llora de rabia, de impotencia. No está Ismael, quizá nunca estuvo, o tal vez viaja a salvo en el Stanbrook, pero miles de Ismaeles gimen de impotencia. Padres que abrazan a sus hijos, considerando seriamente la inmolación conjunta, mujeres que contemplan la tersa superficie gris del mediterráneo como liberadora, hombres que destruyen células y carnets, vidas e historias, pasando a formar parte de una nueva categoría: los inexistentes, tan solo sospechosos, suficiente delito en los nuevos tiempos.

La noche del 29 de marzo el cielo alicantino descarga su furia sobre aquellos parias, como anunciándoles su futuro. En la lejanía se puede escuchar el avance de los vencedores, y la ciudad se va poblando de falangistas enchulecidos, bastiones de la nueva patria, la del renacer cara a los rayos del sol.

En los muelles alicantinos Lucinda buscaba, buscaba y buscaba en cada rostro a su hermano Ismael

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Lucinda no capitula, y desoye los consejos sensatos de su entorno. El «vete a casa», «nada se te ha perdido entre estas gentes», tan cotidianos como hirientes, sólo consiguen la misma recurrente respuesta: «Ismael, se me ha perdido mi Ismael».

El jueves 30 de marzo irrumpe en Alicante la división italiana Littorio, y se iza en lo alto del Benacantil la bandera roja y gualda. Los italianos toman el puerto y rodean a los vestigios republicanos. La desesperación se adueña de los parias, muchos optan por escribir allí mismo su último renglón, con las mismas armas con que habían jurado defender la República. Los más se entregan, quizá queriendo creer en la magnanimidad del vencedor, y los soldados fascistas los conducen a improvisados campos de concentración en la Serra Grossa, el conocido como campo de los almendros. Más tarde deambulan por la plaza de toros, el castillo de Santa Bárbara, los cines, los cuarteles… Alicante se convierte en una ávida prisión… Los vencedores imponen su ley: ha llegado la victoria, la paz quizá no fuera posible.

Lucinda languideció varios meses en el campo de los almendros, confundida entre los indocumentados, resignada a compartir su destino. A veces, desde un ventanuco, oteaba el mar mediterráneo, y se hacía la ilusión de que su Ismael navegaba por él en un buque inglés, de nombre Stanbrook.

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