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Sergio Ramírez

«En este segundo exilio tengo 80 años y contemplo que puedo morir en el exilio»

El escritor Sergio Ramírez, en el balcón de su casa en Madrid. | JOSÉ LUIS ROCA

El escritor nicaragüense exiliado en España por la persecución de su excompañero Daniel Ortega vuelve al género negro con la novela "Tongolele no sabe bailar", que le trae hoy a la Sede de la UA en Alicante a las 19 horas a cuya conferencia seguirán actos en El Campello, Elda y Novelda.

Sergio Ramírez, asomado a la ventana. | JOSÉ LUIS ROCA

Sentado en el salón de la casa con ventanas que es la vivienda de su exilio en Madrid, Sergio Ramírez, Premio Cervantes de Literatura y exvicepresidente de Nicaragua -cuando esta fue arrancada de las manos del dictador Somoza-, mira al sol de la ciudad y es imposible sustraerse, viéndolo, a uno de los títulos más bellos de su literatura. Ese título, No vayan a haberme dejado solo, preside el cuento en el que resume una visita a su infancia en Masatepe, donde se reencuentra en la ficción con todo lo que pasó allí antes de que siguiera el rumbo de los adultos. Aquí está, estrena otro exilio, con su mujer, Tulita, que escucha desde otro cuarto de esta casa recién habitada.

Tiene ese cuento, "No vayan a haberme dejado solo". El muchacho que era usted se pregunta si lo han dejado solo cuando entra en su casa de Masatepe, donde nació. ¿Qué mira desde aquí el hombre que ya es actualmente?

Miro mi pasado reciente, esa tierra de la que tuve que salir y de la que hoy me siento más lejos. Creo que es algo inherente al exilio. Y la lejanía se te mete en el cuerpo y te va pesando, te va pesando. Cada vez más.

Desde que escribió ese cuento, ¿cómo fue variando la casa?

Bueno, es una casa que mis padres compraron. Mi padre era comerciante y mi madre, maestra. Con lo que iban ahorrando, le fueron agregando partes. Mi cuarto, por ejemplo. Así, en la medida en que la familia iba creciendo. Ahora la casa fue heredada por mi hermana y mis sobrinas, que la ocupan los fines de semana. Pero casi siempre está cerrada. Bueno, ahora uno de mis sobrinos abrió ahí una consulta de odontología, en el que era el dormitorio de mis padres y, claro, así la casa ya parece otra cosa. A veces uno vuelve al pueblo en que fue niño y se encuentra con otra cara del lugar: las viejas casas divididas, la pared pintada de distintos colores para marcar la división. Me parece que eso es una ruina de la memoria, la verdad.

¿Cuándo fue la primera vez que dejó esa casa?

En 1959, cuando me fui a estudiar a León. Fue un cambio radical, de un pueblo a una gran ciudad. Salí y supe que ya no volvería. Iba a visitar a mis padres, claro. Pero una cosa es hacer visitas y otra cosa es vivir ahí. Realmente nunca volví, porque después me fui a Costa Rica. Luego me instalé en Managua.

Ese cuento en particular, ¿qué metáfora incluye?

La metáfora de la vida, de la distancia, del alejamiento, de la extrañeza por las cosas que uno va dejando. El sentido del cuento es entrar en el pasado, una ambición desmedida para cualquier ser humano, pero no para un escritor.

¿Qué significó la niñez?

Yo tuve una niñez muy doméstica. Mis padres tenían una relación… si no perfecta, sí tranquila. Mi padre era católico y mi madre evangélica y hubo un litigio por esa diferencia religiosa entre mis abuelos cuando aquellos iban a casarse. En esa época eso era algo insólito: ¿un católico casándose con una protestante? ¡Qué barbaridad! Pero mi padre y mi madre lo superaron y luego ninguno impuso sus creencias a sus hijos. Mi padre vivía haciendo bromas y mi madre era más seria. Y yo me movía en ese mundo, haciéndome partícipe del humor y la disciplina.

Pasó el tiempo y, ya de adulto, ¿cómo afrontó el deber civil de defender a su patria?

Si Masatepe era tranquilo y mi familia un remanso de paz era porque vivíamos, de alguna manera, en una burbuja. Toda mi familia era de los liberales, en contra de los conservadores, la eterna disputa nacional. Cuando llegué a León, me encontré con muchas perturbaciones. Los estudiantes protestaban contra Somoza y yo… me uní. Tenía 17 años y una tarde, en una manifestación, mataron a cuatro de mis compañeros. La noticia sacudió a mis padres, les entró miedo de que fueran a matarme, claro, pero yo ya tenía mi independencia.

¿No tuvo miedo?

Sí, claro. Pero solo hasta que oí disparos. Corrí y logré meterme en un pequeño restaurante y salí cuando ya todo se había apagado. Me sentí un superviviente, pero un superviviente rabioso. ¿Cómo era posible que hubieran matado a mis compañeros? Me indignó mucho. Ahí sentí que mi vida había cambiado. Esa trágica tarde nació mi compromiso ético.

¿Cómo se convirtió el chico de paz en un adolescente de guerra?

Me convertí en un adolescente que se puso de cara a la política. Incluso mi literatura nació de cara a la política. Publicaba una revista con unos compañeros y ahí solo había lo que nosotros considerábamos literatura comprometida con la realidad. Era una revista combativa. Luego fui a dar al Frente Estudiantil Revolucionario, la base del Frente Sandinista.

¿Esa lucha tiene para usted hoy una metáfora?

Sí. Primero, porque en mi adolescencia entrar al Frente Sandinista era estar dispuesto a dar la vida. Y cuando vislumbramos un cambio político, todo fue a más.

¿Qué estado de ánimo va moviéndose por su sangre mientras recuerda eso?

Es cambiante. En mi primer exilio yo tenía 30 años y volví para luchar contra Somoza. Hoy, en este segundo exilio, tengo 80 y contemplo que yo puedo morir en el exilio. Lo dije el otro día en el Hay Festival de Cartagena de Indias y muchos me escribieron preguntándome si había perdido la esperanza. Bueno, es que ese tipo de reflexiones tiene que ver con el estado anímico que te impone el exilio. Te entristece demasiado o comienzas a convertir la realidad en ficción: revienta un petardo y ya piensas que viene un cambio para el país.

Su más reciente libro es una crónica devastadora de lo que pasó en Nicaragua en 2018, Tongolele no sabe bailar (Alfaguara). ¿Lo que pasó cuando usted era joven también reverbera en esta novela?

Sí. Lo que viví ha dejado una huella inolvidable. Enfrentarse con la muerte a los 17 años es una cosa trascendental. Porque a esa edad uno no está pensando en la muerte. Porque a partir de entonces uno empieza a vivir con esos muertos a cuestas. Jamás he olvidado a esos compañeros asesinados aquella vez. Jamás he olvidado, tampoco, que pude haber sido yo el muerto.

¿A quién le mandaría ahora mismo una postal de este país?

Les enviaría una postal a mis hijas a Nicaragua. Una con unas buenas vistas de Madrid. O, mira: tal vez una con alguna reproducción de los fusilamientos de Goya.

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