Tras servir el asado de Pascua a los huéspedes y fregar la loza pringosa, nos quedamos hasta las tantas en la cocina del hotel enfrascados en el debate de qué diablos representa el logotipo de la editorial zaragozana Jekyll & Jill. Se trata de un insecto, no nos cabe duda, pero ¿cuál de entre las infinitas familias de artrópodos? Una cucaracha, no (las muy asquerosas tienen el abdomen más redondeado). Tampoco una tijereta (al dibujo le faltarían los siniestros alicates que le rematan el cuerpo). Luego de una larga discusión, convinimos que el logo simboliza un pececillo de plata ('lepisma saccharina'), similar al ciempiés pero más fino, de color gris metálico, amante de la humedad y del alimento que contienen el cartón, el papel y la cola de encuadernar. Nos cae muy bien el bichito por devoralibros, pero cuidadín con los volúmenes caros y los papeles del notario.

Viene la historia a cuento para celebrar cuánto nos ha complacido una novedad de Jekyll & Jyll, la primera obra de Nuria Pérez, la creadora que está detrás del pódcast cultural Gabinete de Curiosidades. El libro, una laberíntica pero jugosa combinación de ensayo, ficción y fragmentos de guion cinematográfico, se titula 'El monstruo del monóculo y otras bestias' y supone un homenaje al cine negro, ese subgénero de películas sobre "gente horrible haciendo cosas tremendas", inaugurado oficialmente el 3 de diciembre de 1941 con el estreno de 'El halcón maltés', de John Huston. Lo del monstruo del monóculo va por Fritz Lang, el genial director que usaba el aditamento de la lente por las heridas sufridas en la Primera Guerra Mundial y quien dispensaba un trato muy déspota a los actores (a Marilyn Monroe no la llamaba por su nombre, sino "la chica de las tetas grandes"). Las páginas desgranan también anécdotas sobre Ida Lupino, Lana Turner, Humphrey Bogart o Vera Caspary.

Nuestra emoción fue mayúscula cuando, al despojar el libro de su plástico protector, saltó un obsequio: un antiguo carnet de baile, con un lapicero anudado, para anotar en él con qué caballero se disfrutaba cada foxtrot, 'lindy hop' o vals. El objeto, que se llevaba atado a la muñeca, recordaba a las mujeres que estaban sujetas a mil convenciones y que tras el desenfreno de los años 30, después de haber trabajado en las fábricas durante la guerra, había que regresar a casa y ponerse el mandil. Se acabó la independencia. Un enorme cambio social que resultó ser un gran engaño. Como los brillos de Hollywood.