Despedir a los padres es el oficio más delicado del mundo. Un suspiro basta, pero hay que darlo, ese suspiro requiere tanta concentración, debe ser tan de verdad ese suspiro que no siempre se está preparado para ofrecerlo como un homenaje y no tan solo como un rito. Hay, en la literatura, y no solo en las artes, también en la vida que no se traduce ni en versos ni en lápidas, algunas muestras extraordinarias de la verdad que encierra un adiós. Réquiem, de José Hierro, “no diré a nadie que estuve a punto de llorar”, esos versos sobre un emigrante español de la posguerra que murió en New Jersey y no tuvo nada que ver con el poeta cántabro, son el ejemplo mayor de una despedida que no necesita grito. La muerte, cualquier muerte, sea cercana o dramática, como aquel asesinato que ahora vuelve a la garganta dolida de España, obliga al suspiro. Adiós es siempre todavía, dura como el lamento de una madre o el grito de dolor de los hijos cuando se cierra la última puerta donde se siente el incendio y adiós.

Puede ser también una despedida sencilla, y estar llena de emoción, de verdad helada, y de extrema raíz poética, la que produce lo que está más cerca del silencio. Y el mayor ejemplo que he vivido en muchos años de lector se halla en este libro de cubierta blanca que tengo ante mí, y que lleva un año en las librerías. Lo ha escrito Rodrigo García, el hijo cineasta de Mercedes Barcha y de Gabriel García Márquez, está publicado por Literatura Random House y recorre desde el primer momento en que la familia supo que Gabo no iba a durar, hasta que éste fue despedido con las exageraciones militares que quisieron los gobiernos de México y de Colombia, las dos patrias del escritor, pero con la sencillez con la que le dijeron adiós su mujer, sus hijos Gonzalo y Rodrigo, los parientes más cercanos, los más queridos amigos.

Aquello que nosotros vivimos, en las redacciones de marzo de 2014, cuando estaba grave y cuando finalmente murió el autor de Cien años de soledad, era dentro de la casa de la calle Fuego, donde la familia vivía el drama en México, un rito mayor de silencio. El vaivén de médicos y de asistentes, el sonido que produce toda espera mortal, se fue haciendo como un rito sin esperanza y con recogimiento. Las habitaciones envejecían tristes porque ya no las transitaba aquel hombre que se reía de sí mismo cuando ya la memoria se le desprendía como un tesoro inútil. La música apagada, los familiares que llegaban como llegan las familias a decir adiós al abuelo… Todo ese escenario que vive cualquier casa a la que se agarra la obligación moral y casi secreta de los adioses, es recontado por Rodrigo con el vigor de un hijo, con el humor que él mismo aprendió de su padre, con la determinación con la que su madre, la Gaba, como la llamaban, como la llama él mismo a veces, fue amasando la intensidad adecuada de ese adiós tan cercano.

"El libro se lee como un homenaje al silencio que requiere un momento así"

Lo extraordinario de este adiós escrito es que Rodrigo, cineasta y escritor, halló la palabra precisa para que sucediera con su despedida lo mismo que pasa con su libro, que se lee como un homenaje al silencio que requiere un momento así. Escrito en presente, con la precisión que requieren los testimonios que no tienen otro vuelo poético que el que llevan por dentro los dramas humanos, está plenamente ausente de pedantería, hasta el punto que parece narrado por un muchacho que al abrir la puerta de su casa vieja se halla con una noticia que debe dar urgente y, como diría aquel José Hierro de Réquiem, “sin vuelo en el verso”.

Tal como son las cosas de estos dictados de la naturaleza del tiempo escribe Rodrigo García Barcha este libro tan hermoso como una reliquia que tiene la firma de las lágrimas que él mismo declara haber derramado sin que ya nadie lo viera llorar. También este lector diría ahora lo que es cierto y verdad. Leyendo morir a Gabo, leyendo también cómo se despide Rodrigo de su madre, muerta hace dos años ahora en el mismo aire que vio despedir a su marido, he estado a punto de llorar.