Tenía el genio para el dibujo de Dalí y la magia del color de Sorolla. Germán Aracil, pintor de brocha más que fina, era un artista espectacular, empeñado en un realismo reclamado por su talento natural para el retrato, para instantanear para la eternidad la fugacidad de un momento, de una situación. Germán Aracil, alcoyano de 57 años, falleció el 5 de noviembre víctima de un cáncer rápido e implacable. Con su desaparición, la Comunitat Valenciana y el mundo de la pintura pierde a uno de sus más dotados y fecundos nombres.

Formado en la Facultad de Bellas Artes de San Carlos de València, su carrera comenzó pronto y brillante. En 1990 expone por primera vez en Nueva York. Dos años después su obra se exhibe y triunfa en Miami. Desde entonces, volcó su arte en la técnica del pastel. Dueño de una mirada penetrante, intensa, y de ojo bien abierto, como Picasso, Dalí o Chagall, era a través de esa visión detallista, casi puntillista, por la que entraba en el secreto de la realidad para trasladarla a través de la técnica del pastel sobre tablero, papel y cartón. En este ámbito, estaba considerado entre los más grandes y virtuosos.

Se movía en un realismo costumbrista orgulloso y sin complejos. En este sentido, iba a contracorriente de vanguardias. Como Joaquín Rodrigo en la música, Aracil se sentía orgulloso de «beber siempre en mi propio vaso; puede que sea pequeño, pero es mi vaso». Y como el compositor saguntino, miró a las viejas Españas renacentistas y barrocas como inspiración y fuente. Se movía feliz en su mundo de colores, retratos e imágenes. El antecedente de Sorolla es evidente, pero también de otros grandes paisajistas y retratistas del pasado. Conoció las mieles del éxito, con una obra reconocida, exhibida y vendida en todo el mundo y en conocidas galerías. Desde América a Europa y Asia, su arte vive y le sobrevive en infinidad de museos, galerías y colecciones particulares, en ciudades y países como Nueva York, Miami, Francia, Lisboa, Japón, Egipto, Alemania, Rusia, Reino Unido, China o Bulgaria.

Cuando se enfrentaba a un retrato, afinaba sus pupilas agudas más allá de lo meramente visual. Su realismo recalcitrante no se quedaba en plasmar fielmente la figura humana, o el rostro de su modelo, sino que ahondaba, captaba y trasladaba al lienzo la psicología y el universo interior del retratado en un momento de su existencia. Para Aracil, el rostro era -verdaderamente- el espejo del alma. Su pasión era la figura humana, que él envolvía con luz natural y sutil apoyo cromático. Sus texturas, vivas y de muy diversos colores y tonalidades, delatan el arte y oficio de quien ha sido y quedará como uno de los grandes retratistas y paisajistas de su tiempo y entorno. Como recoge el catálogo de una de sus últimas exposiciones, «sus figuras humanas, desnudos, flores, bodegones y retratos le han llevado a ser considerado por algunos críticos como el relevo de históricos de la pintura que utilizaron el pastel en sus trayectorias como Miguel Ángel, Monet, Renoir o Degas con sus bailarinas».