Fútbol, natación, atletismo, hockey fueron las disciplinas deportivas que Pedro Ferrándiz comenzó a practicar en Alicante en tiempos de penuria. Los años duros de la postguerra dan entrada a una vida siempre enfocada hacia el deporte. Mi vida deportiva comenzó con diez años al poco tiempo de terminar la guerra civil. Yo, que nací en el año 1928 en la calle Bazán, vivía entonces con mis padres, Pedro y Teresa, y mi hermano menor, Antonio, detrás del Ayuntamiento, entonces en la calle Guzmán, hoy desaparecida, ya que forma parte de la plaza de la Santa Faz, y en mi casa cayó una de las últimas bombas de la guerra, haciendo desaparecer un hogar de huéspedes no declarada donde, según me dijeron, se hospedó la mismísima Estrellita Castro.

Llegó la paz y quedaron en silencio las desquiciantes sirenas, que no obstante, siguieron sonando en nuestro subconsciente atormentándonos durante mucho tiempo después. También cesaron los espantosos bombardeos y las carreras al refugio del Ayuntamiento, los disparos antiaéreos que nunca derribaron a nadie, los rumores de la guerra sustituidos muy pronto por los de la paz, sin poder decir cuáles eran peores. Pero permanecieron el pan de maíz amarillento e incomestible y las lentejas cuando las había. Entonces comenzó otra etapa de auténtica postguerra, con penurias de todo tipo, especialmente el paro y la economía. Apareció el estraperlo, las pandillas de chicos, de las que yo formaba parte, robando el carbón de los vagones de los trenes estacionados frente al Postiguet, jugando a distraer a los dos vigilantes con escopetas de perdigones que no dudaban en utilizar... en fin, un pavoroso panorama agravado, según se decía, por la calificación política de Alicante por ser la última en rendirse.

Durante la guerra nadie visitaba el puerto por temor a los aviones, lo que benefició a los peces, que se desarrollaron mucho, tanto en cantidad como en el peso, especialmente las lisas, que se ocultaban debajo de las barcas de pesca en el muelle pegado a la Explanada.

En los años cuarenta, el control de la vida pública era totalmente político y religioso, pero no pudieron impedir que las perentorias necesidades de todo tipo, especialmente las económicas, de trabajo y de alimentos que asolaban a la sociedad alicantina fomentaran la aparición de toda una picaresca, del estraperlo y del contrabando de todo tipo y en todas las escalas del comercio. Este estado de necesidad obligó a mi madre a dedicarse durante algún tiempo al estraperlo, viajando en trenes ruinosos a La Mancha a comprar arroz y otras cosas que si no se los requisaban o se lo robaban revendía o cambiaba a las vecinas.

El contrabando a pequeña escala provenía casi todo del puerto y yo creo que participaban en él todos los estamentos que allí trabajaban. En mi barrio del Ayuntamiento, las peluquerías, los bares, los pequeños comercios y los espontáneos, todos se dedicaban a comprar y vender tabaco, bebidas y, más tarde, medias de nylon. Eso creó una economía subterránea que ayudaba a capear aquellos turbulentos tiempos y que sin duda fue la base de los grandes negocios sucios que pronto empezaron a proliferar junto con una gigantesca corrupción (no hay nada nuevo bajo la luz del sol de nuestros días).

Aparece el Padre Masanet...

El fútbol se practicaba en cualquier parte. Nosotros lo hacíamos preferentemente en el Cocó y en la Albufereta, por entonces virgen de edificios y bares, provistos de un balón imposible y una merienda escasa.

Después de quedarnos sin casa, mi familia y yo nos instalamos de okupas sucesivamente en dos pisos de la calle Mayor, de los que fuimos desalojados a medida que regresaban de su exilio sus legítimos propietarios. Tras días de angustia, mis padres encontraron un piso en una casa centenaria en el número uno de la calle Gravina, justo detrás del hotel Palas, y donde yo empecé a aficionarme al deporte, especialmente al fútbol callejero. En la misma calle estaba la Congregación Mariana, una organización religiosa regida por el padre Masanet, un fenómeno que muy pronto se hizo con la juventud de la clase media y alta de Alicante, y con un enorme poder e influencia en el régimen.

Quizá para aliviar su conciencia también creó una sucursal para chicos pobres a quienes instaló en un bajo de la misma calle pero convenientemente alejado de la Central, que se llamaba Los Tarsicios y a la que yo pertenecía dada mi condición social. Así pues, yo era un tarsicio. La Congregación tenía un enorme patio donde instalaron unas canastas de baloncesto, deporte que a mí no me interesaba para nada. Nuestro nuevo y viejísimo piso estaba cerca del principio de la Explanada, donde mi padre montó un puesto de cacahuetes, torrados, altramuces y demás de lo que vivíamos aceptablemente aunque siempre pillados, según escuchaba discutir a mis progenitores. Allí hice muy buena amistad con los hijos de Peret, el kiosko de horchatas más popular de Alicante. Empecé a ir a la escuela municipal del paseo de Ramiro a los seis años. Expuse claras muestras de que los estudios no eran para mí, aunque muy pronto aprendí a leer: eso era lo único que me interesaba del colegio. Realmente la lectura se convirtió en una pasión. Leía todo lo que caía en mis manos y fui el cliente más joven de una librería de segunda mano que estaba en los desaparecidos porches de la Audiencia Provincial en la plaza del Ayuntamiento.

La escuela no tenía refugio ni protección alguna para refugiarnos de los bombardeos, así es que cuando sonaban las sirenas cruzábamos la calle hasta un portal que con el tiempo fue el de mi casa. Allí venía mi madre a buscarme en pleno bombardeo.

Cuando terminó la guerra ingresé en la Escuela de Comercio, cuyo primer curso se componía de tres asignaturas de las que yo suspendí dos. Ahlí acabó mi carrera académica.

Un piso para vivir

La vivienda de la calle Gravina tenía sus días contados y en uno de ellos apareció un empleado del Ayuntamiento con un aviso para que fuéramos desocupándolo porque se iba a reformar toda la plaza. Otra vez con la espada de Damocles amenazándonos -desahucio, ¿les suena?-, nos dedicamos a buscar desesperadamente un piso, labor que prácticamente realizaba yo. Un día descubrí un cartel de alquiler en la entonces plaza del Teniente Luciáñez, número once, hoy y siempre Paseíto Ramiro, que pertenecía al doctor Sánchez Sanjulián, médico muy famoso al que fui a visitar y quien al ver mi juventud o mi pinta, o las dos cosas, me aclaró que el piso no se alquilaba.

Por la tarde, siguiendo estrictamente el protocolo del Movimiento Nacional, me enfundé mis pantalones negros, mi camisa azul y mi boina roja y me presenté en la sede del partido frente a la Tabacalera, cuyo jefe provincial del Movimiento y gobernador civil era Jesús Aramburu, a quien saludé en posición de firme y con el brazo en alto. "Hola Pedro, ¿cómo va el equipo?". "A tus órdenes, el equipo va bien, pero yo vengo a informarte de un problema familiar". Y le conté la historia. Inmediatamente llamó a su secretaria y le dictó una carta que comenzaba más o menos así: "Estimado doctor, le ruego que atienda sin demora la solicitud del camarada Pedro Ferrándiz...".

A los dos días estábamos trasladándonos al piso donde vivió mi familia hasta mucho después de mi marcha a Madrid, con la circunstancia de la venta que me ofreció un día el propietario y que me costó una hipoteca que me duró 25 años. Jesús Aramburu ingresó en mi santoral privado.

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Ferrándiz se topa con el baloncesto durante un paseo dominical por la Rambla. Aquel encuentro cambió la vida del alicantino, que ya nunca dejó de pensar en el deporte de la canasta.