Con su medalla de plata en la final olímpica de los 110 metros con vallas, Orlando Ortega ha hecho un guiño de agradecimiento a España, el país que le ofreció ser mejor ser humano mientras absorbió una cultura diferente.

Nacido en Artemisa, unos 60 kilómetros al noroeste de La Habana, el subcampeón olímpico de Río 2016 es nieto de la velocista Cristina Hechavarría, campeona de los Juegos Panamericanos de 1967, y de un jugador de fútbol de quienes heredó los genes para el deporte.

Arropado por la familia, a la par que aprendió a leer se hizo de los rudimentos del béisbol, el deporte más popular de Cuba, pero su talento era escaso. Entonces pasó sin debutar por taekwondo y boxeo hasta que un día, cuando estaba en quinto grado de primaria, se encontró con el amor de su vida, el atletismo.

Su padre Orlando, hijo de la corredora y del futbolista, era un entrenador de 400 metros vallas y le heredó la pasión al mayor de sus cuatro chicos que un par de años después comenzó a ganar preseas en los Juegos Escolares.

Escalón por escalón Orlando aprendió los trucos para saltar vallas de manera veloz y elegante y en el 2010 hizo el equipo a los Campeonatos Mundales Juveniles de Mocton, Canadá. Un tropiezo le privó de la gloria y regresó a Cuba, se entrenó como obseso y un año después fue bronce en los Juegos Panamericanos de Guadalajara.

Amigo de los perros, enamorado de las pistas azules como la de Río 2016, y de la música de Marc Anthony, el saltador de obstáculos maduró y a los 21 años se metió en la final de los Juegos de 2012 en la que terminó en sexto lugar. Meses después tomó la decisión más polémica de su vida, emigrar a España. «No entiendo de política, he pasado muchos campamentos en España y aprendí a querer este país, aquí tendré más oportunidades para moverme por Europa y competir contra los mejores y aquí me quedó», dijo entonces cuando le preguntaron sus razones.

Ayer rompió a llorar ante las cámaras tras alcanzar la gloria. «Gracias, España», dijo una y otra vez.