Un cromo de Maradona arrugado en la mano, sostenido durante las largas horas de viaje de Andalucía a Barcelona en un Simca cuando Despeñaperros era Despeñaperros. El último minuto del último día de las vacaciones mi tío había aparecido con el tesoro más preciado, el más buscado, el más deseado: un cromo de Maradona con la camiseta del Barça, la Meyba, la de nuestros recuerdos. Maradona, la primera ilusión y el primer desengaño, un proceso iniciático para tantos niños de los 80, aquellos críos cuyo primer recuerdo futbolístico es (oh, horror) Naranjito y que crecieron bajo el signo del nuñismo hasta despertar a la madurez en Sevilla a golpes de un tal Duckadam.

En ese Mundial del Naranjito, en Sarrià, descubrimos que los buenos no siempre ganan. Gentile, cómo olvidar su nombre, le hizo a Maradona tal vez el marcaje más famoso de la historia de los Mundiales. El defensa italiano persiguió al Pelusa durante todo el partido, le pegó tanto como pudo, y acabó ganando. El fútbol no es justo, aprendimos la chiquillada. Los culés lo comprobamos poco después. Nos las prometíamos muy felices, con Diego y Schuster en el mismo equipo, pero no contábamos con Goikoetxea. Ni con la hepatitis. Ni con la pulsión destructiva culé, nuestra atracción fatal hacia la derrota. Pero no todo fue hiel. Aquel gol en el Bernabéu, con regate a 'Sandokan' Juan José, en el que no entró andando en la portería porque no quiso, forma parte del 'top ten' sentimental de una generación. Maldito Google, nos recuerda que era un partido de un torneo intrascendente (la Copa de la Liga) y que, además, no lo ganamos (empatamos a 2). Pero qué hermoso fue aquel gol. Y qué tortazo se metió el pobre Juan José con el poste.

Nápoles y el Mundial

A veces los buenos sí ganan, pero con otra camiseta. Eso también lo aprendimos. Incrédulos, vimos lo que Maradona hizo con el Nápoles y, sobre todo, el Mundial de México. La mano de Dios. El gol a Inglaterra. El hecho de que un jugador puede ganar él solito un Mundial. Lo presenciamos con el corazón partido. Por un lado, admirados, cómo no estarlo. Por el otro, jodidos, por qué no admitirlo. ¿Por qué siempre ganan los otros? ¿Por qué nunca ganamos ni cuando tenemos a los buenos?

A partir de ahí, la vida, como canta Sabina, se convirtió en una bicicleta sin frenos. Para Maradona, un descenso directo y vertiginosos hacia los infiernos. Las retiradas, los regresos, la droga, la caricatura. Es muy fácil hoy, malcriados tras casi 20 años de perfección ininterrumpida de Messi, cuando el fútbol ha dejado de ser un asunto de arrabal para convertirse en materia de escuela de negocios, reírse e incluso menospreciar a los fanáticos de Maradona. El Maradona personaje es ciertamente insufrible. Su trabajo como entrenador, mediocre. La idolatría hacia su figura, ridícula. El Maradona persona tal vez sea merecedor de piedad. Crecer, madurar, convertirte en padre, tal vez sea eso, abandonar el campo minutos antes de que acabe el final del partido para que no te pille el atasco.

Pero cuando eres niño bebes el partido hasta el último trago porque es un chute de ilusión. Y Maradona, de corto, en el césped, merodeando cerca el balón, regateando a ingleses, enviando contra el poste a Juan José, era eso: un chute de magia, una máquina de generar ilusión, un hacedor de alegría. Qué importa el lado oscuro, la escasa ejemplaridad, la ruina humana, cuando se regatean adversarios como sólo puedes hacer tú en la calle con un bote de cacaolat como balón. Nadie había jugado antes al fútbol como él y nadie, lo siento, ha vuelto a jugar igual después de él.

Maradona, el fútbol antes de la Play, el Dios demasiado humano, el genio absoluto del balón, el exceso en todos los sentidos. Aquel niño que fui perdió el cromo arrugado de Maradona en algún recodo de la vida, con la ligereza con que se extravía lo que de verdad cuenta.