Recuerdas perfectamente las sensaciones. Despertarte por la mañana con una única visión, un único anhelo, una sola ilusión. Es día de partido y no vas a faltar. Nunca te lo pierdes. Tienes la camiseta del equipo y la bufanda preparadas para salir de casa y llegar al campo. El Whatsapp está lleno de mensajes que preguntan si ya has llegado al pabellón, quién lleva las entradas, dónde quedamos para hacer la previa o quién se apunta a la cerveza después. El Telegram tiene el gif de “game day” dando vueltas desde primera hora del día, y en el Twitter todo son mensajes de ánimo al equipo anticipando la victoria y likes a ese blog de baloncesto que nunca nos falla. Reconoces perfectamente el cosquilleo en el estómago. Has leído toda la información del periódico, has escuchado la tertulia en la radio. Tienes ya calculado el tiempo para salir de casa, recoger a los colegas, aparcar donde se pueda y caminar hacia el Centro de Tecnificación saludando caras conocidas con mismas camisetas, mismas bufandas, mismas sonrisas cómplices. De algunos no sabes ni el nombre, pero no importa. Hay una complicidad implícita, casi íntima, unos colores que no mienten, un sentimiento que no se puede fingir. A lo lejos oyes ya el ambiente del Pedro Ferrándiz.

La música a toda mecha, los balones botando sobre el parqué, la Kali Nord afinando la garganta. Si cierras los ojos puedes ver sus pancartas, sus banderas, el ir y venir de gente por las gradas, por los banquillos, alrededor de la mesa de anotadores. Hay algo mágico de ritual, de celebración mística, de gozo religioso. Una comunión de almas, un acompasamiento de cuerpos, una simbiosis de voces. Ya estás allí. Ese es tu sitio, con el encanto de repetir, con cada cita del calendario, esa espera en la cola escuchando los comentarios ajenos sobre la rueda de prensa, las sensaciones prepartido, la ilusión del encuentro. Esos pasos sobre el pavimento llegando a tu asiento, saludando a más gente (los de toda la vida; las familias que van siempre juntas; los padres de los jugadores; los sobrevenidos compañeros de butaca; el niño del tambor que choca la mano a los jugadores al final del partido…).

Y vas siguiendo la cuenta atrás al ritmo de más música, cánticos, nervios, palmas, mientras ojeas cómo calienta el equipo contrario e intentas reconocer a exjugadores de tu club a la vez que cuentas mentalmente cuántos tiros les entran a tus bases en los segundos que quedan para que comience el choque. Entonces suena la bocina y ya sabes que no hay vuelta atrás: por fin tiene lugar la batalla, ese despliegue de juego, de táctica y de músculo que llevas días esperando, porque es el alimento invisible que da ilusión a tus días. El chute del partido, de cada canasta, de cada asistencia, te dura toda la semana, te nutre de energía para afrontar los largos días de trabajo, las amargas horas de lidiar con los vaivenes de la vida, porque ese es tu refugio, esa es tu casa, esa es, a su manera, tu familia. 

Y entonces llega un aciago día en que, sin preguntarte ni darte explicaciones, sin verlo venir, con el dolor de una traición por la espalda, el destino te quita esa droga de golpe, sin enseñarte a desengancharte, sin paños calientes. Y andas como perdido, en pleno síndrome de abstinencia, con ese mono de baloncesto en directo que ni las retransmisiones en vivo pueden quitarte. Y en medio de esos síntomas (ansiedad, nerviosismo, dificultad para concentrarte, tristeza, insomnio) alguien te pregunta qué le pasa a tu equipo, que ha perdido cuatro partidos seguidos. Y empiezas a plantearte si realmente el mal del que adolece el Lucentum es la falta de esa droga que tú le das en cada encuentro, animando, empujando como sexto jugador. Y te das cuenta de que en esa ecuación del baloncesto, en esa confluencia de elementos estimulantes que producen una euforia deportiva de la que tanto cuesta desengancharse, tú también entras en juego, y al mirar a los jugadores descubres que ellos, a su manera, también tienen su síndrome de abstinencia.