HISTORIAS IRREPETIBLES

“¿Y por qué no un día entero?”

El próximo fin de semana las 24 Horas de Le Mans celebran la edición de su centenario, un momento para honrar a los tres pioneros que crearon una carrera que no buscaba al coche más rápido sino al más fiable

Imagen de la salida de la primera edición.

Imagen de la salida de la primera edición.

Juan Carlos Álvarez

Desde hace cien años, a las cuatro de la tarde de uno de los primeros sábados de junio un estruendo llena el aire de Le Mans mientras alguien ondea la bandera de Francia. Son las señales que anuncian el comienzo de una nueva edición de las 24 Horas de Le Mansla prueba de resistencia más célebre del mundo. El próximo sábado la carrera celebrará su centenario, un siglo de vida en el que solo faltaron a su tradicional cita en el mes de junio los ocho años de ausencia debido a la Segunda Guerra Mundial (los cinco años de conflicto y tres de propina) y la edición prevista para 1936 en la que una huelga de los trabajadores de la industria automovilística provocó su suspensión.

Hoy la prueba presume de su fortaleza, convertida en un enorme espectáculo deportivo, en un reclamo turístico de primer nivel y en un valioso campo de pruebas para buena parte de los mejores fabricantes del mundo. Más o menos fue aquello en lo que pensaron los pioneros que pusieron en marcha una idea que parecía completamente peregrina hace cien años. Todo sucedió a partir del Salón del Automóvil de París celebrado en 1922. La industria, que trataba de levantarse de las heridas de la Primera Guerra Mundial, estaba en crecimiento y cada año eran cientos de miles las personas que se acercaban a Versalles a contemplar las novedades del sector. George Durand era el secretario general del Automóvil Club del Oeste, la organización automovilística más importante de Francia que tenía su sede en la próxima Le Mans, y llegó al salón en busca de socios para la idea que habían tenido en su club: organizar una prueba que más que la velocidad de los coches premiara su fiabilidad y resistencia. En aquel tiempo casi ninguna competición deportiva se podía poner en marcha sin el apoyo de algún medio de comunicación. El caso del ciclismo era el más evidente como se había puesto de manifiesto con el Tour de Francia o el Giro de Italia que se expandieron de forma imparable gracias al empujón que le proporcionaron los periódicos que apadrinaron su nacimiento. Durand buscaba el mismo efecto y por eso se fue a reunir con Charles Faroux, el editor de “La Vie Automobile”, que bendijo de inmediato la idea y comenzó la búsqueda de nuevos apoyos. No tenía que buscar demasiado lejos porque allí mismo, en aquel Salón del Automóvil de París, tenía donde elegir. Pensó en Emile Coquille, un representante de ruedas desmontables y que parecía tener ideas bastante innovadoras. Solo un día antes Faroux le había escuchado hablar de la conveniencia de organizar una prueba de coches nocturna con el objetivo de mejorar los sistemas de alumbrado en los vehículos, todavía demasiado arcaicos.

Durand, Faroux y Coquille se reunieron en el mismo salón y pusieron en marcha la primera gran tormenta de ideas del automovilismo. Faroux planteó que la carrera durase ocho horas y que la mitad se disputase de noche y la otra mitad de día (eso satisfacía especialmente a Coquille, obsesionado con el asunto lumínico). Pero Durand lanzó en ese momento la idea que le rondaba la cabeza desde hacía tiempo: “¿Y por qué ocho horas?, ¿por qué no veinticuatro, un día entero corriendo?”. A sus compañeros de reunión al principio les pareció completamente descabellada la idea entre otras cosas porque sería complejo conseguir los permisos necesarios para realizar algo semejante, pero no tardaron en unirse al entusiasmo de su nuevo socio. En poco tiempo llegaron a un acuerdo y estrecharon sus manos: desde ese momento pondrían en marcha la maquinaria de propaganda para seducir a fabricantes y autoridades.

Durand y sus compañeros del Club del Automóvil del Oeste tenían claro que utilizaría el trazado que habían levantado pocos años antes en La Sarthe, al sur de Le Mans pero que también deberían unirlo a carreteras locales para ampliar la distancia sobre la que se correría hasta superar las diez millas por vuelta. Lograr los permisos obligó a multitud de reuniones y a tirar de diplomacia. La complicidad de las autoridades locales era fundamental por ese detalle y porque los organizadores también pretendían que corrieran con el gasto de iluminar una parte del circuito. Tras arduos esfuerzos lograron su complicidad y que se instalasen una serie de postes que iluminaban especialmente la zona de meta.

Además de propagar la idea, Faroux se dedicó especialmente al diseño del reglamento. Los vehículos que compitiesen deberían ser iguales a cualquiera de sus homólogos que circulaban en ese momento por las carreteras y de hecho al principio se pensó en exigir la presencia de otro coche idéntico en el circuito por si los comisarios querían realizar alguna clase de comprobación durante la prueba. Pero en un mundo de caballeros como aquel de principios del siglo XX se eligió una solución más elegante: cada fabricante firmaba una declaración en la que aseguraba que al menos habían fabricado otros treinta vehículos iguales al que estaba compitiendo. Estaba prohibido aligerar el peso de los coches suprimiendo piezas y se permitieron los automóviles de dos plazas pero solo si tenían hasta 1.100 centímetros cúbicos de cilindrada. El resto debían ser de cuatro plazas y debían llevar un lastre de 60 kilos por cada plaza adicional.

Una tromba de agua y granizo las horas previas puso en peligro su disputa

La carrera, prevista para el 26 de mayo (el paso al mes de junio se hizo al poco tiempo), no tardó en convertirse en tema de conversación en la sociedad francesa. Pocos le veían sentido a una carrera que consistía en dar vueltas a un circuito durante un día entero y la mayoría apostaba a que ningún coche iba a ser capaz de resistir ese castigo. Durand y sus colegas del Automóvil Club del Oeste consiguieron completar la parte logística aunque las instalaciones para los equipos resultaban algo precarias y reunieron a 33 participantes, muchos más de los que habían imaginado cuando presentaron en sociedad su ocurrencia.

El día de la carrera una terrible tormenta descargó sobre Le Mans que hizo temerse lo peor. Durante cuatro horas la lluvia, el granizo y el viento dejaron el circuito en una condiciones bastante lamentables y se llevaron por delante parte de las instalaciones que habían levantado para los participantes. Durante un tramo de la jornada Durand y sus socios evaluaron la posibilidad de cancelar la carrera y retrasarla una semana, pero eso les obligaba de nuevo a convencer a las autoridades para que renovasen los permisos. Sin embargo, una tregua en el tiempo les permitió lanzarse a la aventura a la hora prevista. Llovía con intensidad, pero eso no fue obstáculo para los treinta y tres coches. Aquello era una carrera individual en la que cada uno competía para cumplir el desafío de estar las 24 horas dando vueltas al circuito sin que el coche saltase en pedazos. Y de hecho, las primeras posiciones permanecieron inalterables durante casi toda la competición.

Los que anunciaron que aquello sería un desastre y un interminable reguero de abandonos se quedaron con las ganas. El primer abandono tardó cinco horas en producirse y fue debido a que un coche se quedó sin luces cuando comenzaba a oscurecer. Al margen de ese solo se produjeron otros dos abandonos pese a que muchos coches tuvieron problemas sobre todo por las piedras que había en el circuito y que provocaban roturas de lámparas, parabrisas o incluso agujereaban los depósitos de combustible. Los franceses André Lagache y René Leonard, con un Chenard Walker de tres litros y cuatro cilindros en línea, diseñado por Henri Toutée, fueron los ganadores de la primera edición. Ambos eran ingenieros de la firma francesa, prueba de que los fabricantes se tomaron en serio eso de aprovechar desde el primer momento la carrera como campo de pruebas para sus diseños. El ganador completó un total de 128 vueltas al circuito lo que suponía haber recorrido durante todo el día 2.209 kilómetros. Su media durante las veinticuatro horas fue superior a los 92 kilómetros por hora. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa en París, de la carrera y de todo lo que la rodeaba. A la sociedad francesa le hizo especial gracia la información que decía que al lado de los boxes la firma de amortiguadores Hartford había levantado una gigantesca carpa a la que llamaron de forma algo pretenciosa el “Hartford Hotel” y en la que durante la competición habían servido casi cien pollos, ochenta litros de sopa caliente, cuatrocientas cincuenta botellas de champagne y una cantidad de vino sin determinar. Allí mismo había nacido el “hospitality” del que tanto se abusa hoy en día. Cien años cumplen las 24 Horas de Le Mans, la carrera que soñaron tres visionarios a quienes no preocupaba que los coches fuesen rápidos sino duros.

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