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malabares bajo el semáforo

Artista urbano. Ha actuado en las más transitadas calles de España, Grecia, Turquía, Bulgaria y Francia. Viste de escocés o de payaso, según el día. Pasa medio día abajo del semáforo con artes malabares y gracia.

malabares bajo el semáforo

Se gana la vida en las arterias urbanas más contaminadas de Alicante: las avenidas de México y Aguilera: entre la Gran Vía y el Hospital General. Rodeado de vehículos. De humos. Jornadas de hasta ocho horas. Siempre pendiente de que el semáforo se ponga en rojo para los chóferes y motoristas y amarillo para los peatones. En menos de minuto y medio tiene que actuar para conductores serios, tristes, estresados y recoger, sin peticiones insistentes, generosas propinas para sobrevivir en la jungla callejera.

Luis Miguel Díaz Alcaide es uno de los cinco hijos de un matrimonio de Toledo que tuvo que emigrar a Valdepeñas para poder comer cada día con el trabajo de su padre, albañil de profesión. En La Mancha creció Luismi. Empezó a trabajar a los 14 años como aprendiz en una fábrica de zapatos. Se dejó la piel en interminables vendimias entre parras y cepas manchegas con muchos soles y huérfanas de sombra. Luego se colocó en una fábrica de vidrio y se las fue ingeniando para operar con la mecánica.

Un joven inquieto. Inmerso en el movimiento punk, entre el anarquismo y el nihilismo. Conoció a la madre de sus dos hijas en un concierto en Castellón. La chica es ilicitana. Y, en pocos días, Luismi se fue a vivir con ella a Torrellano. Se empleó en una empresa de fabricación de obleas en el polígono industrial de Las Atalayas. Ahí estuvo entre la manipulación del pan de ácimo que se consagra en la misa para la comunión de fieles y costumbristas.

Llegaron las niñas: Elsa y Leire. Hacía de todo en la fábrica: manipulador, mecánico e incluso encargado. Todo iba bien: trabajo, amor y sensaciones. Pero la pareja decidió dejar la relación después de nueve años de convivencia. Luismi se vino abajo. Dejó el trabajo. Envío las hostias de harina de trigo a hacer puñetas.

Se montó en un Golf GTI y emprendió un viaje a ninguna parte en busca de aventuras y calma. Aprendió algo de artes circenses en la Asociación Donyet Ardid, en Alicante, que tiene como principal objetivo «llenar de circo cada rincón de la provincia».

Decidió viajar a Grecia a aprender malabares en la disciplina de Juggling Tesalónica, una escuela que enseña a invertir el tiempo en diversión. Allí pasó dos trimestres de formación para obtener la licencia de ejecutar espectáculos con uno o más objetos a la vez volteándolos, manteniéndolos en equilibrio o arrojándolos al aire alternativamente sin dejar que caigan al suelo.

Luismi conocía cómo servirse de sus manos, pies, brazos y cabeza para juguetear con mazos, pelotas, diablos o balones. Plantó su cuerpo y movió sus cachivaches en calles de ciudades de media España, de Turquía, de Bulgaria, de Francia?

Se disfraza de escocés o de payaso. Empieza a bregar a eso de las diez de la mañana y cambia de escenario, según dice, para no molestar a diario a conductores y transeúntes. Cuatro mazas de color naranja, dos balones y un hacha porta en su saca.

Se siente feliz. Jamás ha tenido problema alguno con agentes de la autoridad ni con vecinos. Consigue dinero suficiente para pagar 180 euros al mes del alquiler de una habitación cercana a la plaza de toros, sobrevivir y, sobre todo, pagar la manutención a de sus dos hijas.

También hace malabares y juegos de magia en fiestas de cumpleaños y en otros saraos. Tiene una furgoneta de cuarta o quinta mano, medio equipada para viajar y pernoctar, que pudo comprar después de trabajar durante dos meses en la recolecta de caquis en campos de la localidad valenciana de Ahí está Luismi, junto al semáforo, con un par de balones y un hacha de plástico que consiguió una noche de carnavales para ganarse la vida. Sigue aprendiendo de uno de los oficios más nobles y viejos de nuestra historia.

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