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Aventurero por amor al arte

Pinchó discos en una enana sala de Alcoy. Se hizo hostelero. Antes fue aventurero. Y lo seguirá siendo. Lolo es generoso, cálido y algo testarudo

Aventurero por amor al arte

Su historia y aventuras están perfectamente contadas en «El llibre de cuina de Lolo», escrito por Jordi Grau y por el gran periodista alcoyano Ramón Climent Vaello, bien retratadas por la mirada de Elías Seguí. Juan Manuel Alonso Ribera, Lolo para todos, es un plácido personaje cargado de sorna y energía. Lo conocí de pequeño troceando pollos y encajando huevos en cartones en la lonja del barrio. Sus padres regentaban dos tiendas bajo el título de «Aves y Huevos Lolita», una en la calle Santa Rosa y otra en el mercado de San Roque.

Lolo es el segundo hijo. Tiene tres hermanas. Estudió en el colegio de San Roque, entre las bondades del párroco don Cirilo Tormo, las monjitas y los credos del dictador Franco. Él y todos los colegiales de la época salimos, gracias a Dios, bastante limpios ante la gran movida que se avecinaba.

Lolo dejó los estudios a los 14 años. Pronto aprendió la disección de los cuerpos de las aves, sonreír a la clientela y preparar el asalto de un chaval apasionado por la música con pocas estrellas.

La familia Alonso amplió el negoció: convirtieron parte de la tiendas en un asador de pollos, con salsa y guarnición. Éxito dominical, en tiempos de escasez, en víspera de cambios, como ocurrió.

Nuestro personaje alternó el negocio de los pollos con el de pinchar discos en el Cocoíta, una diminuta discoteca del barrio. Un tipo simpático y noble. Empezó a perder cabellera. El poco pelo que quedaba en la testa lo perdió sirviendo a la patria en el acuartelamiento de Cerro Muriano, en la sierra andaluza. Ahí ejerció de furriel, casi el amo de la compañía. Se hizo del Atlético de Madrid porque el hermano de Miguel Reina (padre de Pepe) regentaba un bar en Córdoba que ofrecía a su parroquia los mejores boquerones del mundo. Y baratos.

Cumplidos sus servicios a la patria, regresó a la pollería, a la ruleta de los discos que dirigía Guzmán Egea, a quien le alquiló el local, después de una aventura en la discoteca Cocoa, en Muro.

Pensaba en la gastronomía. Se enamoró de un local, más de sus soportales. En agosto de 1980 abrió el Restaurante Lolo, distinto y más económico que la Venta del Pilar: ingenioso y concurrido. Cinco años después cambió de rumbo: alquiló el negocio a los trabajadores y se instaló en la República Dominicana. Año sabático. Noches de ron y mulatas; mañanas de resaca, sin destino. Se trasladó a la isla de Ibiza. Entre hippies y turistas forrados, abrió una hamburguesería en las entrañas del puerto. Negocio. Cuatro años entre nuevos amigos. La temporada tenía fin. Liado por empresarios argelinos, Lolo estableció un bar de tapas españolas en Montreal, en Canadá. Éxito.

En 1990 regresó a casa, a sus fogones, junto a la familia y los amigos. Se lió en historias de banquetes en el «Mas del Baradello». Recapacitó. Decidió comprar un terreno en «El Rebolcat», desde donde se otea con claridad el valle. Ahí están Lolo y doce empleados más. Cumplen.

Tiene pasión por la tauromaquia, Cada año recorre las mejores plazas. Se declara «Manzaranista» hasta la muerte. En su restaurante hay un rincón especial en el que, entre muchas, está colgada una fotografía de Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín, captada por Francisco Cano, la única persona que, entre sus manos, portaba una cámara para retratar la muerte de Manolete, en Linares.

Buen tipo. Aficionado a los toros, amigo de sus amigos. Tiene otro negocio en los arrabales del río Serpis que ha bautizado como «El Callejón de Cano», donde se come y se bebe bien, dedicado al viejo fotógrafo taurino. Y también cruzó el Atlático en un velero.

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