El color, el tamaño y la forma del grano son las claves para cortas la uva, que luego se limpia en el almacén para dejar homogéneo el racimo. axel álvarez

El color, el tamaño y la forma del grano son las claves para cortas la uva, que luego se limpia en el almacén para dejar homogéneo el racimo. axel álvarez

Abdelkader, con un compañero descargando las granadas en un cajón, en una finca de Elche. Axel álvarez

Los temporeros de Marfruit, de Pepito Marroquí, trabajan hace años en las distintas campañas de la empresa. axel álvarez

Los temporeros de Marfruit, de Pepito Marroquí, trabajan hace años en las distintas campañas de la empresa. axel álvarez

Las reservas que mantienen las temporeras en el bancal cortando los racimos de uva de mesa, se convierte en silencio en el almacén, limpiando el producto. Luego, este se diluye con la música que suena en cuanto los periodistas salimos de las instalaciones. La voz de Alejandro Sanz se escucha a través de un dispositivo digital. En el campo y en el almacén del noveldense Enrique Sánchez, estos días tempranos de la campaña trabajan poco más de una decena de temporeros, más mujeres que hombres. «En plena temporada son más», cuenta Sánchez. Y hablan acentos diferentes: rumano, polaco o el español de Ecuador. A las primeras mujeres las encontramos pasadas las 8.30 horas en una parcela de este «pequeño productor», como le gusta remarcar, de 28 años, nacido en Novelda y que envía al mercado nacional sus uvas envasadas en cajas con su propia marca, «Enri Sánchez», y el sello del Consejo Regulador de Uva de Mesa Embolsada del Vinalopó. Tijera en mano, con sus mascarillas como medida de protección, y en las cercanías grifos de agua y jabón o dispensadores de hidrogel, Bea y Justina realizan en silencio su tarea de cortar la uva, cada una en una fila de parral. La pandemia también ha impuesto una nueva realidad en el campo.

El confinamiento por el covid lo pasaron «trabajando», como la mayoría de los empleados del campo, cuyas labores fueron indispensables durante el estado de alarma para abastecer de alimentos a la población. Y, ahora, siguen haciéndolo con protección «porque hay miedo a coger el virus. Tenemos cuidado. Trabajamos con mascarillas y nos lavamos las manos con frecuencia con agua y jabón o con hidrogel», relata, en otra parcela diferente, Abdelkader Touqui, un marroquí de 38 años que recoge granadas valencianas para Marfruit, del productor agrícola de La Marina, en Elche, Pepito Marroquí. También tienen termómetros para tomar la temperatura a los trabajadores, apunta Enrique Sánchez, que gestiona una pyme agrícola. Marfruit es una empresa de mayor tamaño. En plena campaña puede llegar a tener a unas 170 personas trabajando, entre el campo y el almacén; y el 80% de la producción (granada, brócoli, melón...) se destina a la exportación.

Volviendo a Novelda, aunque Bea y Justina trabajan a jornal y no a destajo, en realidad, sus movimientos son muy rápidos, casi automatizados: «Levanto el bolso, miro el color de la uva, si está madura, con el grano grande y alargado, lo corto», cuenta Bea una joven polaca que se expresa muy bien en español, «porque antes trabajé en la cocina de un restaurante y me tenía que relacionar con muchos españoles», argumenta.

Tras cortar el racimo, esa especie de automatización se repite colocando las bolsas en las cajas, que, cuando están llenas, las recoge Enrique Sánchez con un pequeño tractor para cargarlas al camión. Esa mañana, en esta tarea le ayuda Juan, un rumano de 30 años que también va a la campaña del níspero en Callosa d'en Sarrià. Apenas habla con un «sí» o un «no». Pero en la breve conversación queda claro que llegó a Novelda hace cinco años con su mujer. Sus dos hijos están en su país con su madre y los va a ver en vacaciones. Trabaja en el campo «porque me gusta. No me veo haciendo otra cosa», asegura. Y la sentencia más meridiana del por qué vino a la provincia y viaja más de 3.000 kilómetros de ida y vuelta a Rumanía cada año la cuenta con claridad y concisión: «Por dinero».

Buscar oportunidades laborales en otro país, porque en el suyo no las hay; poder vivir de su trabajo y ahorrar de cara al futuro, además de enviar dinero a sus familias, son las motivaciones que conforman el perfil de estos temporeros. Unos propósitos que, de momento, no les deja mucho tiempo para pensar si les gustaría tener otro oficio. Por eso la resistencia de algunos a intentar cambiar un empleo que les da seguridad, porque les contratan cada campaña desde hace varios años, en vez intentar aventurarse en otra tarea de la que desconocen los resultados. «Esto es lo que hay», asegura Justina, polaca de 31 años. «Hay que trabajar para vivir, para comer», añade luego Florica. Ella es una mujer rumana de 60 años. Es viuda y sus hijos y nietos viven en su país, al que no suele ir con frecuencia.

Las reservas de estos trabajadores llegan, incluso, a no querer hablar de sus salarios. «lo justico», dicen algunos. Según fuentes de UGT, el convenio agropecuario de la provincia contempla para este tipo de tareas una retribución equiparada al mínimo interprofesional (SMI), que en este caso serían 7,38 euros brutos la hora. La jornada es de ocho horas y en plena campaña suelen trabajar los sábados. «La cuantía incluye la parte proporcional de pagas extra», explican las mismas fuentes. Estos temporeros residen en la población donde están las explotaciones donde trabajan o en ciudades cercanas. Viven en casas en régimen de alquiler, solos o compartiendo piso, aunque también en viviendas de su propiedad, como Justina y su marido con el que se casó hace tres años. Muchos de ellos son contratados cada campaña por el mismo productor. Lo que cambió el «boom» inmobiliario

De hecho, Bea y otros compañeros trabajan todo el año en las parcelas de Sánchez. El hecho de que en las campañas agrícolas tengan hoy más peso los empleados extranjeros que los nacionales tiene su origen en el «boom» de la construcción. «Entonces no encontrabas a ningún local para trabajar en el campo, casi todos se fueron a la obra», explica Sánchez, quien informa de que «antes de aquello (la burbuja inmobiliaria) sí venía gente de fuera, de Albacete o de Jaén». Al igual que a su compañera Bea, a Justina le gustaría trabajar en una tienda, «mejor que en el campo. Pero, de momento, esto es lo que hay». Su marido también trabaja en el campo. Y, aunque dice que abriría un comercio, no sabe qué tipo de productos vendería. Bea sí. Sería una floristería. Esta mujer polaca es la más expresiva del grupo. Tiene suerte porque no tiene que preparar la comida ni la cena a sus dos hijas. «Mi marido, que es diseñador gráfico, es el que cocina», cuenta Bea. Justina prepara por las tardes la comida del día siguiente y Elvira lo hace a las 05.30 h. para llegar a tiempo al trabajo. Tras la tarea en el bancal, a las diez llega la hora del almuerzo en el almacén; y Bea y Justina toman un bocadillo de salchicha con queso.

La mayoría de estos temporeros solo vuelven a su país de vacaciones. Viven aquí. Una realidad que diferencia a la provincia de otros lugares de España, donde los temporeros llegan para campañas específicas y luego vuelven a sus lugares de origen. A Elvira, una ecuatoriana de 44 años, le gustaría regresar a su pueblo. «Pero mis hijas no quieren». La que sí tiene previsto volver a Rumanía es Corina, de 26 años. Llegó a Novelda con su marido Juan, con el que hemos hablado antes. Ella habla un poco más que él, aunque también deja claro que su objetivo es «ahorrar dinero para volver a mi país». Primero vino con sus hijos, «pero no tenía tiempo para ellos y para trabajar. Así que están con mi suegra en Rumanía».

Trabajo y casa son los espacios claves de la mayoría de temporeros. Dicen que salen poco y que se reúnen más con sus compatriotas. Abdelkader Toqui, sin embargo, sí se relaciona «con rusos, ecuatorianos o españoles, además de marroquíes»; y como el resto asegura que no se siente discriminado aquí. Antes era oficial de primera en la construcción, «pero con la crisis, me vine al campo». En la obra ganaba un poco más. Él está contratado en las campañas de Marfruit hace siete años. Le llaman «el alcalde». Según cuenta Pepito Marroquí, «un encargado que tenía les puso motes porque no sabía llamarles por sus nombres». Abdelkader, que vive en Rojales, trabaja ahora en la cosecha de la granada, luego vendrá la del brócoli. Y así, sucesivamente. Su mujer y sus dos hijos están en su país. Su razón de vida en España es «trabajar para poder vivir algo mejor y que mis hijos estudien una carrera». 